A pesar de haberse publicado libros sobre su personalidad e, incluso, su correspondencia diplomática, no es don García de Silva y Figueroa de los personajes más glosados -otro- de la historia extremeña. En realidad conocemos bien los rasgos generales del personaje, emparentado con los condes de Zafra. Sin embargo, su hazaña más conocida fue la misión diplomática que lo llevó a Persia -1617- en nombre del rey Felipe II. En mucha medida don García fue un prototipo de funcionario castellano de su época: graduado en Leyes -Salamanca-; sirvió en el ejército de Flandes y trabajó en la Secretaría de Estado, en Madrid. Hablaba dos o tres lenguas. En la Corte, el rey se fijó en él, quizás con alguna recomendación de por medio, y lo nombró cabeza de la delegación que iba a enviar, por los motivos que ya expliqué, ante el poderosísimo Shah Abbas I. Los hechos comenzaron el 8 de abril, cuando zarpó de Lisboa. El 12 de octubre de 1617 pisó territorio persa y falleció en el Atlántico en 1624, durante la travesía de regreso. No iba solo, ni su viaje era el de un enviado de medio pelo. Se llevó más de cien criados y, desembarcado en su destino, le hicieron falta más de cien camellos para transportar la impedimenta. Su Majestad Católica no quería ser menos que el Rey de Reyes. Lo impresionante del viaje es que, para evitar las galeras del enemigo otomano, el navío de la Corona Española partió del estuario del Tajo, incorporado ya al imperio filipino, hacia las Azores y bajó hacia la punta de África. La rodeo y llegó a Goa. Por el Estrecho de Ormuz alcanzó Bandar Abbas. Ahí es nada.

Paradójicamente, a pesar de que uno de sus cometidos era conocer las intenciones políticas persas respecto a su expansión por el Golfo Arábigo -molesta mucho en Irán esta denominación-, para preservar la influencia comercial portuguesa, a nuestros vecinos no les gustó un pelo el nombramiento de un castellano para dirigir la misión. De hecho, le pusieron tantas trabas a don García que hubo, a su regreso, de quedarse en Goa casi cinco años. Murió, como he dicho, en la travesía de regreso y su cuerpo se arrojó al mar. Hay que advertir que, según los parámetros de la época, no era precisamente un niño.