Debió elegir enero para visitar la ciudad porque la Navidad le dejaba exhausto. Su mujer comenzaba a pensar en regalos, menús y decoración en rojos y dorados casi cuando acababa el verano. Regresaban de la casa de la costa cargados de pequeños tesoros que habían ido encontrando en mercadillos y anticuarios. Y el coche, que desde que los niños se fueron a la universidad, siempre llevaba los asientos traseros abatidos, se llenaba de Diciembre. De figuras que un marinero jubilado tallaba con la madera que el océano devolvía, de colchas cosidas con pequeños retales, de tazas de porcelana desparejadas, de tarros de compota de calabaza y botellas de barro con sirope de arce.

Cada paquete llevaba anotado un nombre con tinta indeleble. En todos pensaba. En sus hijos y sus alborotos, en su madre y sus tardes largas de invierno, en aquel amigo que acaba de separarse y seguro necesitaría nuevas sartenes,... Después de tantos años juntos seguía mirándola con un escalofrío. Con un deseo, casi voraz, de abrazarla a cada poco. Un latigazo de placer le sacudía cada vez que la veía moverse, sobre sus papeles, enredando un lápiz en el pelo, desafinando canciones imposibles de reconocer mientras conducía, con el delantal, guiñándole el ojo al abrir el horno porque el asado estaba justo como a él le gustaba. Una nube de abandono, de vértigo lo abatía cuando ella se quejaba de su falta de atención, de haber olvidado una fecha, una música que le hizo feliz, el punto exacto de dulzor en su té. Entonces compraba peonías rosadas para la mesa de la cocina.

Las depositaba, sin decir nada, como una ofrenda. Para hacerse perdonar sus muchos errores. Para solicitar clemencia en forma de besos de refilón y de sonrisa, y de mira que eres tonto. Y de contestar pero soy tu tonto. Y ella besarle, ya de frente, suavemente, diciéndole, sí. Así cada semana, los miércoles, llegaba con el pan, el periódico y las flores. Y cada enero se escapaban. Se recuperaban ellos solos del resto. Se reencontraban sin haberse perdido. Solo por el gusto de llegar al hotel, meterse mano antes siquiera de cerrar la puerta, colgar el no molesten como en Descalzos en el parque y levantarse tarde, con un Bloody Mary con mucho tabasco y poco vodka. Y pasear del brazo, calentándole las manos con su aliento, prestándole la bufanda que siempre pierde en esas mañanas de sol azulado, cortante como las esquinas de las avenidas, perfectas. Con un perfecto no hacer nada. Solo agradeciendo un enero mas.