Ando en plena campaña. En época de descuentos. De descargarme de lastres y de grises y de medias. De medias tintas y de las medias que tapan mis piernas. El solecito le sienta bien a todo el mundo, aviva la sonrisa y los colores. Han decretado que el color Pantone de 2019 es el coral.

Ese que yo he declinado en rosa toda la vida. Por eso me hice bien alta la coleta, perfumada de flor de azahar, elegí una camiseta con «Libre como el aire» bordada sobre el pecho y un foulard color cereza del Jerte. Así que, canturreando a Pablo Guerrero, con ganas de sol y sonrisa hasta en el ojal, me fui a votar el domingo. Supongo que habrá quien lo banalice o, al revés, lo sienta tan natural que lo haya convertido en parte de su rutina, aunque esta pase cada cuatro años. Más o menos. Pero para mí es una fiesta. En la que siempre recuerdo la primera vez. Los discursos, los carteles que envolvían la ciudad en una niebla de promesa y de impás. Y de ser mayor por fin.

Un paréntesis alimentado por los compañeros con más años con los que debatir a la salida de clase, por el telediario siempre puesto y los periódicos desplegados en los bancos del patio; porque no existía Google para buscar las consecuencias del sí o el no a la OTAN, que yo no encontraba en los muchísimos tomos de la Larousse de mi casa. Un tiempo de inocencia. En el que enseguida descubrimos que la mayoría de edad no significaba hacer lo que a uno le diese la gana. Pero que al menos, en ese día, una vez se cerraba la cortina de la cabina, sí éramos libres. Libres para escoger la papeleta. Libres para darnos la vuelta con las manos en los bolsillos, con la colilla colgando y un francamente queridos, me importa un comino, impreso en el ceño, siempre fruncido. Libres para sentirse rebeldes dejando su mijita de sorna y el sobre vacío. Libres para estampar una palabrota con bolígrafo rojo que lo declarase nulo, pero que sirviera de desahogo. Libre para introducir el voto delante de mis padres, que sonreían contentos, aun sabiendo que, como siempre, les estaría llevando la contraria. Un tiempo feliz que no comprendimos que lo era.

Cuando ni imaginábamos que no sabíamos nada.Por eso me quedo un rato a mirar. Y a admirar. A los viejecitos, a los policías conocidos, a los apoderados y los miembros de las mesas, a la gente que llega en silla de ruedas, con muletas, con su andador, monjas, familias enteras, chicos con su voto estrenado, con los nervios disimulados... Lo mismo de entonces. La misma de entonces. Libres. Perfumaditos de esperanza.