TFtuí a dar un paseo por el parque fluvial del Rivilla y Calamón. Está próximo a inaugurarse y ya luce sus galas con caminos rodeados de césped de un verde intenso tras las últimas lluvias. Las zonas de árboles y vegetación recién plantada están recorridas por las largas gomas del riego por goteo. Todo muy limpio y pulcro.

Tomé una pequeña desviación, en ligera cuesta, y entré de repente en un mundo distinto. Me sentí como una nueva Alicia que al traspasar el espejo hubiera aparecido en un universo de degradación y abandono. Me topé con una amplia zona desolada, una especie de rectángulo entre las calles Geráneo, La Albuera, el Chopo y Margarita. Espacio sucio y degradado, lleno de escombros, chatarra y de (¡como no!) crecidas malas hierbas. Una nueva línea de separación en este Badajoz tan acostumbrado a rayas y fronteras. A un lado lo nuevo y limpio, al otro montículos de ripios, una casa en ruina de la que, afirma una vecina, salen grandes ratas y la pared medianera de una antigua vivienda ya derribada que aún deja ver los azulejos de los revestimientos interiores. Les decía que me sentí como otra Alicia tras otro espejo o como una viajera en algún cálido y desequilibrado país donde lo hermoso convive con lo degradado. "Es una poca vergüenza" insiste la mujer con la que hablo, "siempre lo mismo". Me marcho caminando por esa nueva raya que se ha creado en la ciudad, no la roja trazada como zona de peligro tras el año en que llegó agua, sino una nueva, fina e inaceptable.

Unos tienen más y otros tienen menos; unos viven en un sitio y otros en otro. Pero esté donde esté el lugar en que los unos y los otros han cimentado sus vidas tienen el mismo derecho a no pasar sus días entre escombreras, hierros retorcidos y bichos. En definitiva a disfrutar de la misma más que relativa limpieza en que vive el resto de vecinos de esta ciudad.