Un mimo permanecía ayer inmóvil en la calle San Juan. Quieto pero no impasible; pues cuando algún transeúnte lanzaba una moneda a su sombrero, el mimo reaccionaba y su rostro se tornaba sonriente y sus miembros sufrían espasmos de agradecimiento, como síntoma de la alegría que la limosna le producía. Luego, cara y brazos volvían a su posición: la de un caballero andante con el rostro pálido, ataviado con harapos y con sus pertenencias perfectamente colocadas a sus pies.