No hay nada más peligroso que un estereotipo, un sambenito o un prejuicio. Normalmente, porque siempre va acompañados de una profunda dosis de ignorancia y de mala leche por no decir algo peor. Es complicado calificar a la gente por su aspecto, por sus palabras o por sus gestos aunque haya algunos que tienen una facilidad tremenda para descalificar a quienes no piensan, visten, hablan o se comportan como ellos o no hacen los que ellos sugieren pero que en realidad mandan. Esto es sectarismo, los míos, los tuyos, algo reaccionario, perfectamente reconocible y, por tanto, aunque no lo detectan, despreciable. Pero, a veces, el error no procede de la reacción, el fanatismo o la estupidez sino de convenciones sociales obsoletas, equivocadas o no suficientemente contrastadas que pueden llevar a las personas normales, no a las tóxicas, a esgrimir argumentos hirientes, actitudes ofensivas y silencios cómplices.

Ocurre igual con las ciudades. Hay quienes se empeñan en dibujar permanentemente un paisaje urbano y social apocalíptico de la comunidad en la que viven sin apreciar, destacar o promover los valores, que también existen. Son incapaces de encontrar algo bueno, de elaborar discursos positivos, de aportar alguna idea factible. Instalados en la indecencia de la soberbia presuntamente intelectual y envanecidos por el aplauso de sus turiferarios particulares, no tienen sentido del ridículo y se empecinan en argumentarios que se desvanecen cuando uno sale de viaje más allá de Talavera. La mayoría, no obstante, se confía y acepta opiniones y proyectos en la esperanza de que no pueden ser todos perjudiciales para la ciudad.

El estereotipo, sobre personas o ciudades, el juicio injusto, la opinión interesada o la demagogia de mercadillo es más propio de quienes se pasan el día denunciándolo. Parece una contrariedad pero evidencia la realidad de un puñado de sepulcros blanqueados que critican al Rey por no ir a un hospital público desde sus cómodas compañías privadas, que se soliviantan con los recortes de la enseñanza pública llevando a sus hijos a un colegio privado o que siguen yendo a buscar el voto entre los pobres, como dicen ellos, montados en automóviles de alta gama.