De par en par. Ya a las cinco había oído al gallo. Y a los perros revolviéndose. Y a las golondrinas que han hecho un nido en el alféizar, junto a la cocina. Abre la ventana de golpe y de puntillas se trae consigo el perfume a higuera del campo vecino. Arranca la colcha de croché, las sábanas que saca al aire azul, y las extiende y, con energía, les sacude el sueño que no llega y los malos recuerdos que llegan a traición, cuando menos se les espera. Descalza, sin vestir, sin peinar aún, enciende la cafetera y mientras, fuera, repasa los geranios, los jazmines, la hierbabuena y el galán de noche. Mima las hortensias y los ágapantos con la regadera. Comedida. Despacio. Después, con ganas, riega el resto con la manguera, fabricando en su arco de agua, segundos de incandescentes libélulas, chispas, reflejos de plata, como las sardinas en el océano. Entrecierra los ojos, feliz, recoge los bajos del camisón mojado, la melena en una improvisada trenza, y chapotea. Un escalofrío húmedo. Un instante rápido. Y descubre un ligero aleteo de niñez, posado al borde del olor a pozo. Se desliza sobre las losetas de barro, calientes. Casi un baile. Una fuga, y un pequeño géiser llega a su cara, a su pecho, al pelo, chorreando en una carcajada que refresca los suelos y que solo el aroma del café vence, e, interrumpiendo el juego, le hace entrar en casa. Dentro se oye una cumbia y trajín de camas haciéndose. Un pedazo de salón se entrevé recién fregado, y los visillos al aire, moviéndose, abanican con su vaivén, para que seque pronto. Al fondo ella lee y escribe, a ratos, ya vestida y limpia. Balancea las piernas cruzadas, se detiene, prende el lápiz en un mechón y la pereza se le enreda en las pestañas. También las páginas de su libro se van cerrando, sobre sus ojos, se cae de las manos, las gafas se deslizan, se acomoda la postura, se arrebuja encogiendo las rodillas bajo los pliegues del vestido. Las horas transcurren lentas, como una siesta ligera que susurrando nos mece. Arrullan el aire los ventiladores del techo. Los labios se relajan, se entreabren, como las manos, confiadas, sin querer resistirse a un duerme vela que llega sin ruido. Hasta que el tintineo fresco de un vermut la despierta, alegre, y las persianas se entornan y la cortina de lienzo se echa, tras la puerta, para cubrir el zaguán de sombra y de verano.