TMtagnolios o acacias de Japón y cerezos de Pissard. Sombrillas ya abiertas. Bullir de gente en un Madrid deslumbrante de primavera. Ese jardín que fue del Palacio de Linares y que ahora, en esta bella Casa de América, se llama de Gabriel García Márquez, no tiene, lástima, rosas amarillas como las que solía llevar el escritor en la solapa porque pensaba que con ellas no le podía pasar nada malo. Pese a ello, el miércoles, compartimos el sol y la alegría un poco perezosa de después de comer, con personajes de novela, Vargas Llosa, Orhan Pamuk, Savater, Javier Cercas-, tan importantes para los que leen mucho y andan mucho, como dijo Cervantes, que usurpan la categoría de protagonistas a sus propias criaturas, pobladores de libros insignes, conmovedores. A quien entrara, incluso con los ojos tapados, cruzando la frontera que separa el ruido metálico y sucio del Paseo de Recoletos, de ese jardín frondoso, húmedo de sombras vibrantes, restañante de perfumados dulces acentos, del mejor y añorado español, de cultos y cantarines comentarios, sabría que lo hacía en la Casa de América. Más allá de los 80 años que cumplía el Nobel peruano, intelectuales y políticos conformaron con su discursos las imágenes evocadoras y reales de un continente que, como cantaba el bolero es "el desarrollo en carne viva, un discurso político sin saliva". En aquella casa única, sin fronteras, se dijo que éstas se deberían abrir a la inmigración, sin complejos, advirtiendo que los viejos demonios resucitan, porque en Europa se levantan unas murallas que creíamos inexistentes. Y, se alzó, también la voz contra el menoscabo que la libertad de expresión sufre en Turquía, el país que ha sido instituido en guardián por una Unión Europea, que "Sólo pretende una buena relación con su gobierno porque quieren que éste haga el trabajo sucio", y así, tácita y expresamente, la literatura, como el clavel en el fusil portugués, el hombre del tanque de Tiananmen y, como decía León Felipe, se nos muestra, aparece, como un "peligro" para el poder, útil, necesario, un precioso instrumento con el que espantar la ignominia.