Definitivamente voy a tener que dar la razón, sin que me pese, a mi estimado Javier Sancti Petri y a los abstencionistas por convicción, a los que no acuden a las urnas por principios éticos, a los que consideran que el sistema electoral tal como está organizado no responde a las preferencias de los ciudadanos, a los que defienden que refrendar listas de partidos no es elegir y a los que creen que la representación debería ser directa y uninominal, del representado al representante, y no a través de una lista inamovible confeccionada por unas siglas que, tras los comicios, se adueña del resultado sin rendir cuentas a sus votantes, haciendo uso de la aritmética a su antojo con tal de mantener a los suyos en los sillones.

La noche del 26 de mayo no se nos pasó por la cabeza que las dos semanas siguientes darían tanto de sí, o tan poco. Por muchas cábalas que hicimos y cuentas que echamos, había más opciones que no imaginamos. Ni nosotros ni los partidos presentes en la partida. En Badajoz no estaba claro quién iba a ser el próximo alcalde porque todos hicieron lecturas que avalaban sus respectivos apoyos.

De día en día, los candidatos pasaban de la risa al llanto y de la lágrima a la carcajada. El PSOE no cabía en sí de gozo y su anchura se dilató aún más cuando el recuento definitivo le sumó otro concejal. Doce concejales en Badajoz, donde el PP había gobernado 24 años, 20 de ellos con mayoría absoluta, era una victoria sin paliativos para un recién llegado que se ha ganado con estos resultados el respeto de los suyos. De algo le ha servido.

Frente al entusiasmo palpitante de los socialistas, en el ayuntamiento se coló un hondo pesar entre quienes habían sostenido el aparato popular durante tanto tiempo como cargos de confianza. A pesar de que la noche de autos el todavía alcalde, Francisco Javier Fragoso, dijo que lucharía por mantenerse en la alcaldía con el respaldo de las fuerzas que representan el mismo espectro ideológico que el PP, después estuvo diez días callado y cuando por fin rompió el silencio, lo hizo para dejar claro que esta vez gobernaría en coalición. Daba a Ciudadanos el protagonismo de quien es la llave necesaria del gobierno. Siendo la tercera fuerza más votada, el apoyo de la formación naranja con sus cuatro concejales era indispensable para cualquiera que quisiera ser alcalde. El candidato de Cs, Ignacio Gragera, nunca descartó cuando se le preguntó que él mismo pudiese ser alcalde. Pero no creo que nadie, ni él, creyese en esta posibilidad, con solo cuatro concejales, la tercera parte que el PSOE y menos de la mitad que el PP.

En la entrevista previa a las elecciones que concedió Gragera a este diario, el titular fue premonitorio: «La gente nos pide que seamos motor de cambio». Y tanto. No solo el motor, también el volante, las luces de intermitencia, el salpicadero al completo y hasta el limpiaparabrisas. Todo menos el freno de mano. Tanto hablar de coincidencias programáticas, de puntos de encuentro, de poner el acento en atajar el desempleo y resulta que al final, lo que ha primado en las conversaciones es el reparto de poder, agarrar bien el sillón, que ya es un taburete, porque carece de respaldo del electorado y de brazos de coherencia. Tanto le han dorado la píldora y tanto le han regalado los oídos, que una portavocía, una tenencia de alcaldía y cuatro concejalías de peso son migajas. Tantos días de fumata negra en la chimenea naranja para que al final los defensores de la regeneración hayan demostrado que lo suyo era una subasta en la que el mejor postor no es quién da más sino quién da hasta lo que no tiene.