Un desconocido Garrido accedió ahora hace un año a la presidencia de Madrid. Llegó al cargo porque su partido, el PP, se lo pidió. Como le pidió ir de número cuatro en las elecciones europeas y dejar la política regional. Semanas después de aceptar, dice que se va de número trece a la lista autonómica con Ciudadanos. Pasaré por alto sus excusas. Ni siquiera intentaré entender por qué no dijo nada cuando le ofrecieron el cambio y lo aceptó. Se trata del primer caso de transfuguismo político antes de concurrir a las elecciones. Y ha puesto nombre a los personajes que deambulan por la política de acá para allá, no en función de principios sino al servicio de sus propios intereses o como consecuencia de sus ofuscamientos. A los garridos de la política, sí, todos esos que han llenado sus bocas durante años diciendo que estaban al servicio de los ciudadanos y a lo que le dijeran en su partido y llegado el momento, cuando su partido les relega o releva, se enrabietan y, con la inmadurez y el cinismo que requieren las circunstancias, atusan su pelo, engolan su voz, yerguen el pescuezo y, como Saulo de Tarso cayendo del caballo, dan el volantazo, miran de reojo las hemerotecas y olvidan lo que dijeron, lo que cobraron y lo que vivieron para abrazar una nueva religión. Los garridos no tienen ideas políticas sino intereses personales.

Pero no se confundan: a veces, no es cuestión de dinero sino de egos. No aguantan el ninguneo, la indiferencia, el desplazamiento o el relevo. Porque se creen mejores, porque jamás creyeron eso de que estaban al servicio del partido o de los ciudadanos -insisto: solo sirven a su ego- y porque consideran que son tan buenos que prescindir de ellos es un error y adoptarlos, garantía de éxito. El ego de los garridos en política se manifiesta, aunque sean mediocres, desconocidos o poco fiables, porque son unos oportunistas que se adaptan fácilmente. Los hay en todos los partidos. Gente sin escrúpulos capaz de defender una cosa y la contraria con tal de salvar su ego.

Es legítimo que sean egocéntricos, que coman, que abracen ideas en las que no creen o detesten aquellas a las que defendieron, pero, parece lógico, que mientras lo hacen, se abstengan de dar lecciones porque, aunque no está penada, la corrupción moral apesta más que el hedor que dejan cuando cambian de chaqueta.