Fija en la pared tenía la mirada un compañero. De repente tuerce el gesto al tiempo que farfulla un juramento. Le pregunto por el motivo de tanta desazón y con tono filosófico me dice que la culpa de todo la tiene el gordo, que todo estaba ajustado hasta que llegó. Calla y a los pocos segundos vuelve a su filosofía susurrada. De oca a oca, señala, y compramos porque nos toca. Lo miro en silencio intentando comprender qué es lo que le mantiene en estado tan abatido. Al percibir mi desconcierto se arranca: ya pasó Papá Noel y ahora esperamos a los Reyes.

¡Acabáramos!

El reflexivo compañero comienza a perorar sobre el sistema que excita las codicias infantiles y martiriza a los padres. Es más joven que yo y, aunque siendo niño el gordo ya se colaba por las chimeneas de algunas casas, sus padres taponaban la suya para que se marchara con viento fresco. Preferían esperar a los Reyes aunque tardaran más y es que, por muy magos que sean, no es lo mismo viajar al paso lento de los camellos que impulsado por renos voladores como el rollizo nórdico, que es un jugador de ventaja.

Tenía yo también fija la mirada en la pared escuchando las palabras del compañero que recordaba tiempos de infancia en los que la maquinaria publicitaria ya inquietaba sueños y hacía salivar el paladar de los deseos, pero sus padres se mantenían firmes. Nada de traje colorado, saco y calcetines colgados. Había que esperar al paso de la cabalgata para poner los zapatos, pero ya no. Ahora lo quieren todo y todo se les da. Quieren a Noel y a los Magos. Recogen regalos de los calcetines y de los zapatos. Confiesa mi compañero que ya se vistió de hombre del saco y dejó juguetes al pie del árbol y dentro de unos días, antes de acostarse, pondrá copa y pastas para reyes y pajes y algo de heno para los camellos. Reconoce que, quizás, no tenga la culpa el gordo y que la comezón que siente no es más que el mosqueo de verse débil y manipulado.