TDte nuevo han saltado las alarmas y se piden reformas. Responsables del gobierno y de la justicia intentan sofocar las llamas de la indignación social provocada por la violación de dos niñas por grupos de menores.

Sucesos de esta naturaleza nos hacen reflexionar sobre la importancia de los valores que se inculcan en el ámbito de la familia; sobre si estamos construyendo un mundo en el que a los más jóvenes les resulta difícil distinguir entre el bien y el mal. Hablamos de hechos muy graves que conmocionan a la sociedad y que lógicamente abren el debate, pero me preocupa que, de nuevo, se pretenda introducir reformas en la legislación a impulso del shock sobrevenido por unos sucesos trágicos, pero aislados.

Ya ha ocurrido en otros casos cuando, aferrándose al dolor de los padres, se han enarbolado banderas pidiendo cambios legales. Esta no es la manera de mejorar nuestro sistema, de hacerlo más justo que es, en definitiva, el objetivo a perseguir. El motor de los cambios en la legislación no puede ser el sufrimiento de familiares y víctimas, ni la indignación social por el horror de lo ocurrido.

De nuevo se está pidiendo la rebaja de la edad penal en casos de especial gravedad. Me preocupa esto. Bajada ¿hasta dónde?, en qué punto establecemos el listón, ¿en trece, en doce, en once años, quizás en diez? Me pregunto que opinan los padres de los menores agresores sobre esta cuestión, ¿qué quieren ellos para sus hijos? O mejor dicho, ¿dónde establecen el límite de lo justo?

Los legisladores situaron en los catorce años la edad mínima para que una persona pueda ser imputada. No es un límite establecido a la ligera, sino fruto de un debate entre expertos basado en la lógica y en las estadísticas y, cualquier cambio, debe ser muy meditado.

Estamos hablando de menores, personas aún en fase de formación a las que la sociedad debe darles una oportunidad para el cambio.