TEtn la tarde del 4 de marzo de 1811, el general Menacho moría abatido por la artillería francesa mientras estaba al frente de sus tropas en las murallas de Badajoz, una ciudad sitiada, al borde de la invasión y en la que había permanecido cuatro meses. Cuando días atrás se celebró el merecido homenaje que conmemoraba el 205 aniversario de su muerte, pensé en la figura del héroe, en la trascendencia histórica de una persona que, sin ser de Badajoz, entendió que su deber era defenderla contra el enemigo y su responsabilidad llegó hasta las últimas consecuencias. Las circunstancias no lo requieren, cierto, pero, al reflexionar sobre el compromiso con la ciudad, a veces olvidamos que no es solo la batalla, la lucha, la pelea, el enfrentamiento o el ruido, entre otras cosas, porque cuando no se puede perder nada personal casi que es más fácil venirse arriba, sino que también cuentan la generosidad, el entusiasmo, la cordialidad y la permanente búsqueda del equilibrio.

El homenaje a Menacho se celebraba en un día cuando era actualidad la ofensa a los militares en Barcelona por parte de una alcaldesa que, obviamente, desconoce la historia. Badajoz, como ciudad de frontera, ha estado siempre ligada a lo militar y renegar de ellos sería un despropósito. Pensando en Menacho y en su compromiso, concluí que hoy, probablemente, nadie daría su vida por la ciudad pero sí merezca la pena trabajar por ella desde lo positivo y no desde el combate, destacando los valores y no las diferencias. Intentar construir una ciudad a base de despojos, de vencedores y vencidos y de guerrilla permanente no solo es un ejercicio inútil, porque el conflicto se eterniza, sino que, además, agranda heridas que pagan todos y tardan generaciones en curar.

La figura de un anciano octogenario, bien vestido, bien abrigado, con su gorra, su chaqueta y su planta ya atenuada por el tiempo, no dejando que los soldados le apartaran de su primera fila para observar el desfile por San Juan y su opinión, que le dijo a los militares y, después, a la policía, de que las cosas han cambiado y tenía derecho a estar en la calle y a expresarse como le diera la gana, ese venirse arriba del hombre menguante que aún conserva las fuerzas para reivindicarse, me hizo pensar que, sin derramar sangre, aún quedan héroes anónimos del pueblo que han levantado las ciudades dejándose callos en las manos, toneladas de esfuerzo en la espalda y heridas en el tiempo. Y que nadie les dé por muertos. Insumisos, sí, pero no de la historia, sino del desconcierto.