Estaba en medio de una aglomeración de personas, grabadora en mano.

A pesar de que los años de ejercicio y el instinto me ayudan a calibrar las situaciones; el otro día no fue así. Hubo un incendio y murió una persona. Recién llegada al lugar, aún no lo sabía. Comencé a buscar testimonios.

La voz y los sonidos son para la radio lo que las fotos para la prensa y las imágenes para la televisión. Mientras llegaban los datos oficiales, preguntaba a los vecinos y buscaba con la mirada a las personas que presentaban mayores signos de nerviosismo. Ellos son siempre los más afectados. Es mi trabajo aunque lo intento hacer con delicadeza. En la ambulancia una mujer era atendida y alguien preguntó dónde estaba su marido. En ese momento intuí que el suceso se había cobrado una vida, pero ya era tarde. Un hombre joven me estaba diciendo que lo dejara, que no era el momento. Coincidieron en el mismo instante la pregunta y el fogonazo sobre la magnitud de un hecho que se convertía en tragedia. La persona ante la cual sostenía la grabadora era un familiar muy directo de los propietarios del piso siniestrado. Si las alarmas me hubieran saltado un segundo antes, no habría levantado el brazo para situar el micrófono ante su boca, no habría preguntado nada, no habría invadido su espacio, no habría violado su derecho a la intimidad en ese momento de angustia.

Es mi trabajo pero tiene sus límites, yo se los pongo pero en esta ocasión no supe ver a tiempo que traspasaba la línea. Posiblemente ni se acuerde de mi inaceptable intromisión, pero de todas formas le pido disculpas.

El periodismo es una profesión compleja y en la que juega un papel primordial el factor humano, la manera de ver, captar, sentir y hacer de los que nos dedicamos a esto de contar cosas. Todos, en algún momento hemos dudado. En esta ocasión no tengo duda, sino la certeza de que debí dejar la grabadora quieta.