TLta justicia hace tiempo que se dicta en lugares que apestan y que se esconde en papeles amarillos a fuerza de décadas de abandono. Allí ha perdido el fiel y los platillos dorados de su vetusta balanza. Está en peligro de extinción como el abejaruco azul. La justicia hoy es un remedo que va por ahí tergiversando leyes y pasando frío en sitios inhóspitos. Por eso se esconde y ya no canta aquella melodía. No puede estar ciega aunque dé bastonazos al aire como los invidentes porque si cerrara los ojos no vería al juez de turno que viene armado de puñetas para impartirla a diestro y siniestro. Debe mantenerse alerta, por si acaso. Cuando te dicen que estás en manos de la justicia, mienten: lo que estás es en manos de los jueces que son los plenipotenciarios y quienes hacen juicios. Si te los encuentras por la calle, aparentan ser como cualquiera y tienen defectos parecidos a los tuyos. Los hay tan simpáticos y tan gilipollas como pueden serlo tus vecinos. Gente corriente. Ahora bien, si te los tropiezas de negro y en una sala revestida de maderas viejas y humedades la cosa cambia, generalmente a peor, sobre todo si el que está en medio atendiendo a preguntitas con mala leche eres tú. Porque allí dictan sentencias en nombre de la justicia --esa señora decadente que agoniza en las esquinas y a quien muchos de ellos no tienen el gusto de conocer-- que pueden ser absolutamente injustas y acercarte al infierno en un plis plas, o, al contrario, tan aparentemente justas que consiguen dibujarle una sonrisa a tu existencia. Lo deseable es que te ocurra lo segundo y para ello no basta con que la razón te asista, ni mucho menos. Es necesario que lo estudie y dictamine el juez. Mejor que pueda hacerlo en paz, con los argumentos necesarios a su alcance y rubrique el texto una mañana feliz en un lugar luminoso. Quizás entonces vuelva la justicia a su balanza y a soplarle al juez una canción al oído para que firme al compás de aquella melodía desaparecida. Eso bien vale una huelga.