Los ojos les brillaban con la ilusión de otros tiempos. Adultos a los que el bucle de mis preguntas les ha posibilitado viajar en el tiempo. Volvían a tener diez o doce años, y se agachaban para trazar una cuarta en el suelo y soltar como un rayo el dedo catapultando un bolindre imaginario. Creo que me agradecieron el retorno. Pantalones cortos, calcetines altos y rodillas llenas de postillas. Mis hermanos recorriendo casi a rastras el largo pasillo haciendo chinche , ganando y perdiendo canicas, hasta llegar el agujero en el que encajaba el pestillo de la puerta de la cocina, un diminuto gua de andar por casa, nada que ver con el del juego del bombo; un hoyo donde cabían diez o doce bolis a los que desplazar lanzando uno gordo de acero. Con la mirada pegada a la espalda del tiempo, un niño de los sesenta me cuenta que su tío mecánico le daba las bolas de los rodamientos con los que daba el zambombazo haciendo saltar las canicas de los contrincantes. En el dormitorio de mis hermanos, sobre una estrecha balda, recuerdo algunos botes con las bolas ganadas en horas de avanzar agachados. Las había de cristal y de piedra. Las de acero no recuerdo haberlas visto y las otras, las de barro, no las atesoraban, las guardaban en los bolsillos, sacrificables en una competición apresurada.

Recorriendo una tienda, a la búsqueda de algún regalo escondido, abrí una bonita caja. Dentro había bolindres de cristal tornasolados. Duras, brillantes y pulidas gotas de colores. Me acordé del pasillo largo, del pestillo y de las cuartas y mangas. Pregunté a compañeros y amigos sobre aquel juego de la infancia, y si sus hijos más pequeños aún lo practicaban.

Dicen que casi se ha perdido. Ahora los entretenimientos son otros. Ni mejores ni peores, distintos. Los tiempos cambian y hay cosas, quizás irrecuperables.

Me he comprado la caja con los bolindres de colores.