"Las aportaciones materiales, pero también el apoyo que llega desde aquí son fundamentales para las misiones. Sin ellos no se podrían haber hecho muchas de las cosas que hoy son realidad". Quien así habla es Antonio León, misionero durante 22 años en Perú y actual párroco de Suerte de Saavedra y capellán del centro penitenciario de Badajoz, a donde regresó el año pasado.

Recuerda que el "primer oficio" del misionero es la labor evangelizadora, pero que también es muy importante el trabajo que se realiza para sacar adelante proyectos sociales que mejoran la calidad de vida de las comunidades a las que se atiende. Sus primeros años en Perú, en Leimebamba, fueron muy duros. La "tremenda" inflación y el cólera azotaban a la población más pobre. Junto a otros misioneros de la diócesis, en esa primera etapa, Antonio León cuenta que pudieron construir molinos para moler el trigo y la cebada de la que se alimentaban, comedores y huertos familiares. Además, se puso en marcha un fondo rotatorio de semillas: se adelantaba a los agricultores el pago de las semillas de calidad (sobre todo de patata) y de los abonos. Tras la cosecha, éstos devolvían el dinero sin intereses y entregaban semillas "buenas" para ese fondo. El dinero que llegaba de la diócesis se multiplicaba al cambio. "Nos dieron para un año de comedor, y sirvió para mantenerlo cuatro", cita.

León se trasladó después a la provincia de Rodríguez de Mendoza, menos desfavorecida. Allí consiguieron que el agua llegara por tuberías, levantaron un puente, crearon una cooperativa cafetera con ayuda de Manos Unidas y se construyó un comedor con los fondos recaudados en el un partido de fútbol benéfico aportación de un sacerdote a título particular.

Son solo algunos ejemplos de que con lo que aquí es poco, allí se consigue mucho.