Esa mujer llegó al ayuntamiento con la impaciencia de contar su historia a cualquiera que pudiera escuchar. Cada día ve con ansia los informativos de las teles locales para comprobar si alguien dice algo que pueda solucionar su problema. Sería tan fácil y, al mismo tiempo, parece tan difícil.

Esa mujer lloraba de impotencia, no por ella, por sus hijos. Hace un año recibió una paliza en la puerta de su piso, porque riñó a un niño que se subió al capó de su coche. Nunca hubiera imaginado las consecuencias de sus palabras. Un grupo de personas se le echó encima, la agredieron y le arrancaron todas sus ropas. Temblaba al relatar el suceso. Ni siquiera pudo denunciar a los culpables por temor a las represalias.

Esa mujer lloraba porque no sabe dónde acudir. Si se marcha de la vivienda social que, por caridad, las instituciones le dieron, perderá todos sus derechos. Si no se marcha, perderá la posibilidad de vivir en paz. Como ella, otras muchas familias que viven con miedo en Los Colorines.

Y ahí está la concejala de Urbanismo, Cristina Herrera, diciendo que la solución pasa por un programa de intervención social y que se deberían poner todas las administraciones de acuerdo. Vamos, lo de la concejala equivale a una solución urgente, que es lo que esta mujer pide, llorando.