De tanto ir mirando al suelo me sorprendo cuando miro hacia arriba. Voy por calle con la cabeza un poco inclinada y por eso solo veo los regueros de orines secos, los escupitajos, y las colillas de las que hablaba la semana pasada. En fin, inmundicia. Y así ando, diariamente con lo vista paseándose por la suciedad de las calles. No era consciente de ese transitar mío tan cabizbajo y ahora que lo sé, creo que el ver diariamente tanta porquería es la causa de ciertos estados depresivos.

Como les decía me sorprendo cuando, alzando la mirada, los ojos ven lo que hay arriba y es bastante, puedo asegurarlo. Si me conocen comprenderán que existe todo un mundo por descubrir por encima de mi cabeza.

De repente, eché un vistazo a la fachada. Supongo que lo habré hecho en otras ocasiones, lo que pasa es que a veces miro sin ver o si he visto no me acuerdo. Me quedé extrañada ante los cables negros que cruzaban la calle. Estaba en Madre de Dios. Doblé la esquina de San Sisenando y el panorama era el mismo. Llegué a Ramón Albarrán, igual. En todas partes cables y más cables, cruzando sobre mi cabeza, de fachada a fachada. Sabía que en la parte antigua no se hizo el soterramiento del cableado de luz y teléfono, pero así de desorientada voy por la vida que sabiendo cosas se me olvida que las sé y luego me sorprendo. Estaba viendo, como si fuera la primera vez, las calles por las que diariamente camino.

Si me preguntaran si creo que estropea la perspectiva, no estaría muy segura de la respuesta. Me inclino por pensar que no. Me gustan las cosas en uso y con sabor a otras épocas. Prefiero una fachada vieja, con un revoco suave que apenas cubra los desconchones del tiempo, que una perfectamente restaurada, sin personalidad, ocupando un espacio que ya no le es propio.

He levantado la cabeza y he descubierto un cableado que me gusta.