En el cementerio Père Lachaise de París, entre las tumbas de Molière y Jim Morrison, de María Callas y Oscar Wilde, pocos buscan la lápida del que con 25 años fue, a finales del XVIII, el hombre más poderoso de España, Manuel Godoy, protagonista de la novela ahora reeditada de José Luis Gil Soto, La traición del rey. La tumba del que fue primer ministro de Carlos IV no aparece ni en el plano que se distribuye a los turistas que acuden al camposanto, en el noreste de París. Su leyenda negra obliga.

«Todos tenemos la idea de que Godoy era poco menos que analfabeto, que entregó España a Napoleón, que era amante de la reina y por eso lo encumbraron», dijo Gil Soto a los pies de la tumba donde en 2005 tuvo la idea de escribir la novela y a la que esta semana volvió a presentar la reedición del libro.

Lejos del personaje que pintan, aun hoy, libros de texto y el cine, Godoy (Badajoz, 1767 - París, 1851) tuvo «bastante sentido de Estado; no solo no vendió España a Napoleón, sino que supo ver que la iba a invadir y se lo hizo ver a los reyes», dice el escritor.

Hijo de un humilde hidalgo, Godoy llegó a Madrid con 17 años para ingresar en la Guardia de Corps. Ocho años más tarde levantaba envidias en la aristocracia, con el mejor salario del reino, por delante del de los duques de Alba y de Osuna y solo mejorado por el del propio monarca, además de una lista de títulos nobiliarios que ni el propio Gil Soto logró compilar en su totalidad.

La aristocracia solo pudo atribuir semejante ascensión a que fuese amante de la reina María Luisa de Parma. El heredero y futuro Fernando VII se sirvió de una nobleza recelosa y un clero atemorizado por la desamortización para organizar el Motín de Aranjuez, «un golpe de Estado en toda regla» que derrocó a Godoy y fue una «previa» para destronar a Carlos IV.

Desterrado, el llamado Príncipe de la Paz murió en París, en 1852, sumido en la pobreza y abandonado por su segunda mujer, Pepita Tudó; había pasado más tiempo de su vida en el exilio que en España.

La novela dibuja así otro Godoy, un personaje con sus luces y sus sombras, completamente distinto al que reside en el imaginario popular. No era un analfabeto, no fue un traidor y, probablemente, tampoco el amante de la reina, 16 años mayor que él y con quien en realidad tenía una relación materno-filial.

No obstante, la nueva edición del libro incluye una joya. Tres años después de su publicación, Gil Soto recibió la llamada de Maximiliana Guijarro, una jubilada de Telefónica que vivía en Alcalá de Henares y era la viuda de un descendiente directo del hijo de Godoy y Tudó.

Guijarro guardaba más de 70 cartas manuscritas por el propio Godoy, dirigidas a Tudó, que nunca habían sido publicadas y que siempre habían permanecido en manos privadas. Por consejo del escritor, Guijarro puso las cartas a disposición pública y la mayoría pueden ser consultadas en el archivo de la Asamblea de Extremadura, de donde era originario Godoy.

Solo dos cartas no están a disponibles. Una se la quedó Guijarro como recuerdo y la otra se la regaló a Gil Soto, que la incluyó en esta nueva edición que conmemora, anticipadamente, el 250 aniversario del nacimiento de Godoy (Badajoz, 1767). Transcrita en el capítulo 94, la epístola no revela más que las preocupaciones de un padre de familia con problemas financieros.

«Un hombre que de la nada llegó a todo», dijo Gil; alguien que fundó la primera Escuela de Veterinaria de España, la Escuela Superior de Medicina o la Escuela de Sordomudos, yace bajo una modesta tumba que ni siquiera su familia pagó; la compró su banquero.

Ahora se intenta repatriar el cuerpo y la historia comienza a hacerle ajusticia.