En un escalón descubro el brasero eléctrico y, sobre él, la manta para el sillón. Ahí los dejé, en mitad de la escalera cuando bajé deprisa a coger el teléfono. Ahora los veo, brasero y manta, aguardando a que me levante de la mesa y los lleve arriba, donde tienen su refugio durante los meses cálidos. Bajo la mirada y tecleo, pero en cuanto levanto un poco los ojos, por encima de la tapa del portátil, los veo por el rabillo. Están en el escalón, a la espera de que les haga caso, de que los lleve a su lugar de descanso. Me reclaman, casi los oigo gritar, incluso podría decir que los veo moverse. El brasero agita el extremo de su negra cola y golpea las losas del escalón de abajo con las clavijas del enchufe. La manta, quizás harta de la espera e inquieta por la agitación que detecta, comienza a deslizarse, a bajar del rojo caparazón de su compañero donde esta instalada, donde yo la puse para subirlos a los dos al mismo tiempo, en un único esfuerzo, y donde aguardaba, quieta, desde que el teléfono sonó y los dejé, a ella y a él, en mitad de la escalera. Ahí, expuestos al polvo y al polen, y a alguna que otra mosca que entra por el balcón abierto. El brasero golpea cada vez con más fuerza su cola eléctrica y la manta ya asoma por entre los barrotes de la baranda. Atendí la llamada --el móvil, siempre el móvil, por encima de cualquier otra cosa-- y me olvidé de mi intención primera, de la bolsa y la caja en las que cada año, muy entrada ya la primavera, guardo la manta y el brasero. El, limpio de polvo, ella, oliendo a suavizante tras pasar por la lavadora. Quieren que los suba, que los tape y los ponga sobre la balda del armario, que luego cierre la puerta y quedarse a oscuras y en absoluto reposo.

De verdad, aunque no se lo crean, pensaba escribir sobre otra cosa, pero me estaban llamando. Por el rabillo del ojo izquierdo los he visto agitarse, intranquilos, mientras yo, incapaz de centrarme en lo que tenía previsto, contaba esta tonta historia.

Me voy a levantar y voy a subir los peldaños.