TStur de Manhattan. Esquina Wall Street con Broadway. Sábado. El ruido es tan ensordecedor que apenas se distinguen los acentos. Camiones de gran tonelaje de la obra cercana al Memorial Center. Taxis que bajan hacia el cañón de la fama, aquel que guardamos en la retina con banderas en los rascacielos cerrados entre ellos como las alamedas de los ríos en nuestra tierra.

Se agolpan los turistas disputándose un trozo de toro de Botero con el que inmortalizarse. Los esquivan bicicletas suicidas, vendedores ambulantes de cuyos puestos escapa un humo caliente que traduce la procedencia del dueño, Nueva Delhi, Santo Domingo... y los de aquí, avanzando rápido, a zancadas, en sorprendente equilibrio con ese vaso enorme de café con el que parecen haber nacido en la mano. Y en medio del gris y el ruido aparece Trinity Church.

Inesperada, acogedora, húmeda, rodeada de un pequeño bosque, pensamientos magentas y amarillos, pequeñas campanillas azul lavanda. Tumbas descascarilladas, ilegibles algunas, conmovedoras las de niños que murieron con apenas unos días, la de un insigne caballero enterrado junto a sus esposas consecutivas, o de Hamilton, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos. Esculpidos los nombres y las fechas bajo caras de ángeles, relojes de arena alados sobre cráneos y tibias cruzadas: "El tiempo vuela" o "Recuerda que eres mortal". La conciencia de que, efectivamente, como decía mi abuelo, y repite mi madre cada cumpleaños: "la vida se va en un soplo", me hace entrar en la capilla buscando aliento que pierdo en un segundo, cuando en la oscuridad estalla la 'Missa Solemnis, Op. 123' de Beethoven. Quienes se han atrevido a asomar la cabeza, dejan balancear las cámaras en sus correas, y los susurros se convierten en un silencio secular y pesado, sorprendiendo los sentidos. Se ocupan poco a poco los bancos con altos respaldos de madera, donde descansan los libros de cánticos. La música se filtra a través de la piel, desmaya los músculos, abre las fosas nasales, los pulmones, cierra los ojos que más tarde parpadean como cuando un fogonazo de luz blanca se dispara cerca, para descubrir que es un gesto del director. Extiende su brazo como un ala protectora. Acuna las voces más tenues y se acerca un dedo a los labios, consiguiendo que, al final, se queden mudas casi, y que, íntimas, nos lleven al sueño.