Era una mujer delgada, con una edad difícil de precisar, pero seguro no llegaba a los cincuenta. Se encontraba entre las mujeres que hacían ayer la compra en una tienda de Suerte de Saavedra. Ella, igual que yo, permanecía en silencio escuchando los comentarios de las otras clientas sobre el tiroteo de la noche anterior en el barrio, así como otras calamidades vividas en esta zona. Estaba a mi lado, resignada y quieta, y de forma disimulada, sin que nadie se diera cuenta, me dijo muy bajito, como quien confía un secreto: "Dónde me he metido, si yo llego a saber lo que hay aquí no me hubiera venido". Era un grito callado, una llamada de socorro. La miré con compasión y sólo pude contestar, también en voz baja y como si fuera algo fácil de hacer: "sal cuanto antes".

Esa confidencia me hizo recordar a otra mujer del Pozo del Huevo, en Madrid, que conocí cuando fui a hacer un trabajo de la facultad hace 17 años. Me confundió con alguien del ayuntamiento, y me suplicó de rodillas llorando que la sacara de aquel infierno.

Hay condenas perpetuas que muchas personas cumplen por cometer el delito imperdonable de ser pobre y tener mala suerte.