TLtos días empiezan temprano. Si padeces insomnio todavía antes, cuando no han despertado las calles ni el coche del vecino ha encendido el contacto. Se inicia el día, abre sus cortinas y deja que te asomes. Empezarás despacio a distinguir y a separar un retazo del sueño que soñabas de lo que urge hoy. Puede que un instante --solo uno-- todo quede confuso: la radio que comenta el tiempo que vendrá, la espesura donde estabas hundido soltándose de ti, la ducha próxima, la amenaza de otra mañana dura, asquerosamente parecida a la de ayer. Luego sabrás que no hay ninguna duda. Has vuelto a despertar, así que mejor te enderezas. Arrastras los pies fríos hasta el cuarto de baño donde ves --otra vez-- esa cara que se asemeja a ti, y te preguntarás de nuevo en qué momento se puso a envejecer, cuándo dejó de sonreír para internarse en un lugar tan poco acogedor cuya existencia desconocías. Un sitio sin retorno adonde --por desgracia-- perteneces. Tú y tantos otros. Cada uno cerca pero ni mucho menos juntos, tampoco al lado. Sumando soledades, contagiando infortunios. Eso te espera. Pasarán semanas y volverán los días a empezar hasta que cumplan años, luego lustros y décadas después. Te importa casi todo nada, las noticias te aburren tanto como el trabajo. Serán iguales que las de ayer, ninguna novedad: crisis, catástrofes, alguna discusión entre dos grupos, nimiedades locales. Sales de casa y emprendes el camino de siempre, sabiendo que, otra vez, no hay nada que esperar. Y una mañana que parecía idéntica a las otras algo sucede que la pone distinta frente a ti. Pasa que la calle sonríe, el espejo también y el camino de siempre tiene otras luces. La música sonará despreocupada y una noticia te sorprende porque, para variar, es buena. Aprendes que no existen los sitios sin retorno, todos tienen salida en la parte trasera. Los tiempos pueden cambiar incluso para bien. Así que te propones darte un empujón todas las próximas mañanas. Tanto si duran cuatro días como si son la eternidad.