TCton el otoño ha llegado de nuevo la revisión del armario donde guardo la ropa al final de cada temporada.

Dobladas en una balda he reencontrado unas mantas con mangas que compré el año pasado. No me sirvieron para nada. Dinero tirado. Largas, larguísimas, y muy finas. Teóricamente son de cálido tejido nórdico. La realidad es que no abrigan. Colores muy intensos. Una roja y otra azul. Casi obligaba a mi marido a ponérsela. Azul la mía, la roja para él. Parecíamos los payasos de la tele, solo nos faltaban las bolas rojas en la nariz. Yo, en mi diminuto sillón orejero, infantil tela azul con nubecillas blancas oculta tras un tapizado adulto. El, en el orejero grande, como padre e hija. Manta roja la suya destacando sobre el amarillo del sillón. Azul casi eléctrico la mía desbordándose por el tejido rayado de los brazos del silloncito. Teníamos un aspecto grotesco dentro de nuestras fundas coloreadas. Incómodas, al menos la mía que me arrastraba un metro por el suelo cada vez que me levantaba. Y el frío. De nórdicas nada. Acababa metida en la camilla, tapada por su falda. Mala compra la de las mantas con mangas pienso mientras las miro, azul y roja, dobladas en la balda. Para algo servirán, en algún momento. De momento ahí se quedan, sumándose a otros variados objetos de la cada vez más amplia sección de porsiacasos que se van acumulando en los recovecos de la casa. Hay casi de todo. Debería hacer un inventario y proponer intercambios con las colecciones de compañeros y amigos.

La encargué, no recuerdo dónde. Me pareció muy acogedora la foto de una mujer, echada en el sofá, cubierta por la manta-manga, y con un libro en las manos. Imagen irresistible. En eso se quedó, en mera imagen. Marketing puro que consiguió atraparme. Ahora, una encima de otra, azul sobre rojo, esperan mejor destino sobre la balda.