Era un día luminoso, pero con viento, en Orange Beach, Alabama. Había cámaras para la ocasión. Los servicios sociales la trataban como a una niña. Aunque Ruby Holt hacía ya mucho que no lo era. No lo hubiera conseguido sin ayuda. Ni sostener siquiera la mirada. Al Mar. Cara a cara. A un sueño físico, líquido, que le salpicaba los zapatos, confundido con lágrimas. De sed. La sentaron en una silla de ruedas, la arroparon bien y la dejaron sola, en la orilla. No sintió miedo, pero sí un escalofrío. El pasado le recorrió la espalda. Tan rápido como una lagartija. Así habían transcurrido cien años. Sin darse cuenta, como si no hubiera habido más que un suspiro, lleno de caras, de partos, niños creciendo, del olor del pan de maíz y el pollo frito, del ordeño, del jabón de su madre, muerta. Se mira las manos, dibuja con un dedo la erosión antigua, la marca del sol a sol. La arena se extiende infinita como los campos de algodón. Mira atrás. Se ha formado público, que sonríe y saluda. Le dicen adiós en la curva del camino a la granja. Va sobre los colchones ásperos y no llora. Le duelen los ojos de no pestañear, no quiere cerrarlos un segundo y que ya no estén. Mira el suelo entre las ruedas, intentando calcular si podría saltar y esconderse hasta la noche en la caseta de los aperos y, desde allí, correr a la cama grande. Su abuela, de espaldas, la oiría llegar y levantaría la manta haciéndole un hueco, junto a sus riñones. Los ronquidos del abuelo la acompasan, la acompañan al borde del sueño. A casa. Duerme. La boca seca, abierta, la dentadura desencajada. Siente la saliva. Sabe a sal. Baja la comisura de sus labios. Y el Mar. Vibrando, vuelve y se retira de nuevo y vuelve. Naneando. Como un arrullo largo. Una oración mascullada, que se repite. Oye, clara, la canción de su padre cada amanecer, despertando la tierra: «Tengo una mula, un arado y un sembrado de patatas. Dios en las alturas y una buena chica que me ama. Soy el hombre más rico en el mundo». Tararea el estribillo en su cabeza, mientras la llevan de vuelta. Ya en su habitación, sintoniza como cada noche 650 WSM, y coloca en la mesilla la fotografía de su padre, de pie, sus hermanos, y su madre, sentada, con ella en el regazo. La de sus abuelos vestidos para ir a la Iglesia. La de su boda, de oscuro. Y les va mostrando las láminas del libro que le han regalado. Despliega una página llena de océano, tan grande como el cielo. Desde la cama, justo antes de apagar la luz, se encoge de hombros, chasquea la lengua y mirándoles, pronuncia las únicas palabras del día: «Hay que reconocer que no tenemos nada así en Tennessee».