Parecía desde fuera un viajero miope. Uno más. Y es cierto que siempre llevaba sus gafas redondas y extremadamente chicas, y de equipaje, una libreta doblada en uno de los bolsillos de su trenca y un barullo de pañuelos y de despiste arrugado en el otro. Pero solo era una falsa impresión, o quizá sí que le pasaban desapercibidos lo que para la mayoría se presentaba como esencial. Pero no las pequeñas cosas que él engarzaba en forma de capítulos del diario de viaje.

Como los grabados en las fachadas, las que simplemente reflejan un nombre con dos fechas, apenas entrevistas bajo el musgo o la telarañas. Anotaba, fotografiaba, o a veces dibujaba en acuarela una rosa, un compás o una pluma desmayada que esculpieron para ensalzar su obra. Y después les seguía la pista, buscaba en los museos sus pinturas, escuchaba la música que compuso y buscaba en las librerías de viejo los libros que escribió y que a menudo nadie recordaba. Esta vez fue en Ragusa. La encontró en la piedra de un balcón, casi solo a la vista de los vencejos: «Qui visse Mariannina Coffa 1.860-1.876». Estudió en los archivos. Buscó sus huellas en los cafés, en las iglesias, en la biblioteca. Y poco a poco su voz se hizo física, recorrió los alrededores de su mano, sintiendo su tacto al pasar las páginas de lo poco que se conserva de los escritos y cartas. Y el resto de los días transcurrieron en su compañía. Le contó cómo desde niña amaba las palabras, enlazaba una idea en forma de verso y los rimaba ante las visitas, sin que nadie creyese que fuera más que una habilidad como quien deletrea al revés o calcula cifras imposibles.

Su tutor, un religioso que le instruyó en francés, dirigía sus lecturas y sobre qué escribir, no pudo impedir, sin embargo, un amor adolescente, absoluto hacia el profesor de piano. Y esa pasión dictó sus pulsos, sus poemas, hasta el último de sus días. Ni el matrimonio forzado, ni el encierro, ni el que le prohibieran la poesía, ni la acusación de mujer deshonesta porque no consiguieron amarrar su alma hicieron que olvidara. Escribió cada noche y cada renglón servía de rampa desde la que tomar carrerilla, impulsándola, lejos. Fortaleciéndola hasta que huyó. Dejó a sus hijos, a su familia, solo quedó junto a ella la pobreza y el escarnio y la soledad y sus libros, para sostenerle la mano y cerrar sus ojos. Libre por fin. Aunque hoy solo queda de ella aquella placa.