Navidad era un tiempo donde toda cursilada o cuento resultaban obligatorios. Acometíamos las fechas con muchísima ilusión, rodeados de nuestros queridísimos seres queridos. Quien más quien menos se hacía una marimorena, es decir, te transformabas en una tía pelma que vuelve a casa por navidad, chillona, pelín alcohólica y tocada en rojo. Dar la murga y hacer el cursi era una descarga brutal de adrenalina, una terapia. Sonreías tontamente e incluso reías el chiste que tan estúpido habría parecido en abril. Te sentabas al lado del gilipollas de tu jefe en la tradicional comida con los insufribles del trabajo. Aceptabas las bobadas más grandes, de modo que año tras año creías en los reyes magos, en santa Claus, en la felicidad humana y en la paz mundial que se derrochaba unos días, junto a sonrisas y el espíritu de Dickens . Porque eso era la navidad: un tiempo de mentiras ingenuas teñidas de purpurina con espumillón brillante suspendido del techo y canciones de letras imposibles en otra época pero entonces urgentes, hasta necesarias. Lo soportabas todo, incluyendo el programa de televisión y a Rafael con hache cantando --otra vez-- el camino que lleva a belén. Lo hacías porque era pasajero, la navidad se iba y nosotros convertidos en fenómenos de feria también. Luego regresábamos a nuestro cotidiano menos sociable y afectado, y hasta el próximo año si dios quiere en que volverías a hacerte otra marimorena por navidad. Pero algo que se me escapa ha debido de ocurrir: El mundo ha cambiado tanto que ya no distingues la navidad del resto del año. Todo es ya irremediablemente empalagoso, mentiroso y tan vulgar como las bolas de cristal coloreado colgando del abeto artificial. Los presidentes van a las cumbres a cantar villancicos donde mezclan el viento con los pobres y con la tierra, al mejor estilo Dickens. El coro, sublime, entona: "Gloria a Obama en las alturas y en la tierra paz a los hombres, pero no en Afganistán". Parecía cursi la marimorena, ¡anda qué-!