Miraban al mundo con más claridad, reinterpretándolo a través del vidrio. 59 West 44th Street. Hotel Algonquin. Años 20. En frente The New Yorker, cerca Vanity Fair. Fotógrafos, escritores periodistas. Codo a codo en la barra, frente al barman y a los espejos, que reflejaban, apenas, bajo la luz tenue de las lamparitas, cocteleras, angostura, soda. En los sillones de cuero, emparejados, se inclinaban para dar rienda a las primicias, las primeras carcajadas de la noche que, sin embargo, no molestan, porque caen, blandas, sobre las alfombras, y las amortiguan, voces susurrantes de jazz negro. Un grupo de fieles, desde la hora del almuerzo hasta el amanecer, iban incorporándose a la tertulia, aderezada por manos de póker y alcohol. Una pandilla de perros vagabundos que acudía, como a misa diaria, a la misma mesa del hotel, alrededor de una mujer arrebatadora, angulosa, que despedazaba con su critica, y a la vez tierna, recogía en sus relatos las historias que escuchaba en las calles de mujeres con vidas pequeñas.

Dorothy Parker sufría como sus personajes, la soledad, el imposible diálogo con el hombre al que amaba, el debate eterno entre el deseo de regresar a casa y la imposibilidad de resistirse a una última copa, como el salvavidas que la amparaba del abismo de una infelicidad cotidiana. Llevaba consigo a Robinson, su perro, que al cerrar los locales, acompasaba su paso al ebrio bambolear de su dueña, ya casi de día, y caían derrotados sobre la cama después de que ambos tomaran su ración de sonníferos. Solo él la acompañaba cuando murió en una habitación de un hotel en el Upper East Side. Ahora, sola, ante un cocktail Matilda que un camarero cubano me recomendó al oído, como si quisiera alimentar el aire, casi clandestino, que en otro tiempo se respiraba en el Algonquin, mientras escuchaba a Cole Porter, pensaba ya en esta columna, intentando imaginar las historias que escondían las parejas en los rincones, la del hombre con la cabeza gacha que expiaba la puerta de entrada, la del famoso director de cine que pasó a mi lado dejando un aroma de Oscar y Old Spice… mientras la noche caía sobre la ciudad.