Nos las quitan de las manos», comentaba un farmacéutico en tono simpático para describir el éxito al comienzo del reparto de las mascarillas infantiles adquiridas por el Ayuntamiento de Badajoz. Había padres que llevaban días esperándolas. La alta demanda no solo tiene que ver con que sean gratuitas, sino que no existía en las farmacias provisión de mascarillas para niños, ni pagándolas. No he escuchado ninguna crítica a la iniciativa municipal de regalar mascarillas infantiles (primero anunciaron 20.000 y después 40.000), salvo por el retraso en el reparto, debido a un problema inicial de aprovisionamiento, que sonó a improvisación por vender la piel del oso antes de cazarlo. Pero nadie ha puesto en duda la conveniencia de esta decisión.

Una de las madres que se acercó a primera hora a recoger las que les correspondían a sus hijas reconocía el acierto de ofrecer gratis este material de protección, que para las economías familiares ajustadas no son una prioridad en tiempos de apretarse el cinturón, aunque puedan considerarlas necesarias, y porque, además, regalarlas puede ser una forma de incentivar su uso. Aunque para que los niños se acostumbren a llevarlas, tenemos que servirles de ejemplo los mayores y no siempre lo hacemos.

A estas alturas de la pandemia ya todos deberíamos tener clara la obligatoriedad de usar mascarillas, en cualquier espacio donde puedan producirse contagios, ya sea cerrado o abierto. Ninguna de las razones que he oído o leído por las que no es recomendable su uso me han parecido lógicas, salvo las que sostienen que al tratarse de un material escaso, se debe dar prioridad a los colectivos de riesgo. Ese es el único y verdadero motivo por el que aún no es indispensable llevarlas. Un gobierno no puede obligar a sus ciudadanos a proveerse de un material de difícil o imposible acceso y que además resulta imprescindible para proteger a los profesionales encargados de cuidarnos y de curarnos. Rozaría el colmo de la incompetencia.

Los que no tienen claro (no lo dicen claro) el uso generalizado de las mascarillas son los mismos que son incapaces de garantizar existencias suficientes para toda la población. Por eso nos han liado tanto y ya no sabemos si es mejor protegernos de los contagiados o no contagiarnos de los que no se protegen. Que las mascarillas sean obligatorias para salir a la calle debería ser el primer mandamiento de todas las religiones en materia preventiva frente al coronavirus. No hay que ser el mayor experto del mundo en covid-19, ni estudiar en Harvard, para entender que este virus se transmite cuando alguien infectado habla y las gotitas que salen de su boca cargadas de bichos contagian a quienes alcanzan. La mascarilla impide esta arriesgada secuencia.

Por eso es de agradecer que haya negocios que las faciliten y obliguen a los clientes a llevarlas y que se repartan entre los usuarios del transporte público. Por eso está de lujo que el ayuntamiento haya facilitado dos mascarillas a los niños de Badajoz y sus poblados, a los taxistas y a los comerciantes. Si nos las regalan no vamos a rechazarlas y si las tenemos al alcance, al menos nos plantearemos usarlas.

Claro que son incómodas, también las gafas progresivas lo son, pero el beneficio que aportan compensa el trastorno. Es tristísimo que este nuevo complemento haya llegado para quedarse, al menos hasta que exista una vacuna o un tratamiento eficaz. Cuanto antes nos concienciemos, antes contribuiremos a avanzar hacia la nueva y rara normalidad. Es la hora de la responsabilidad y de aprender a sonreír con la mirada.