Los matarifes del matadero municipal de Badajoz se han reciclado en enterradores, lo cual, si se quisiera hacer una broma de mal gusto sobre el caso, se diría que era lo lógico. Al cierre del matadero, la disyuntiva para los matarifes era el paro o el camposanto. Los que tenían contratos temporales van directamente al paro. Los demás, reconvertidos en peones del cementerio, han admitido el trágala de esta actividad, la única por cierto que puede haber en dicho lugar, el resto de cuyos habitantes está forzosamente parado y además para toda la eternidad.

De matar animales irracionales, los matarifes han pasado a enterrar animales racionales. Yo no sé cuál de las dos opciones será mejor. Lo que está claro es que, en la segunda, al menos a ellos no se les podrá achacar el óbito de sus clientes. Sin que tampoco pueda decirse que fuesen culpables exclusivos de la matanza perpetrada durante décadas sobre cerdos, terneras, corderos y chivos, habida cuenta que, siendo ellos tan sólo el brazo ejecutor, la responsabilidad primera es achacable a los autores intelectuales de aquélla, es decir, a todos nosotros, que les teníamos dada, por delegación, la facultad de la escabechina, con el dudoso afán de comernos a las víctimas.

Algunos de los reconvertidos, antes matarifes y ahora sepultureros, han declarado las cautelas sobrevenidas de sus mujeres, a las que antes no les importaba dormir con un matador de animales, pero ahora sienten grima de hacerlo con un sepulturero. Debe de haber una diferencia notable entre limpiar la sangre viva de los animales muertos y sentir el aroma de los muertos en tu vida. Menuda papeleta a la hora de clasificar la ropa sucia sin mirar al gafe o sin atender la repulsión inconsciente de algo, aunque temido, lejano, pero que, de pronto, se te mete en casa de la forma más insospechada.

Claro que las esposas de millones de parados quisieran sentir los escrúpulos de las de los nuevos enterradores de Badajoz, que gracias a los muertos sabiamente dados al descanso eterno por sus maridos, podrán seguir yendo a comprar el cerdo y la ternera sacrificados por sus excolegas. Toda reconversión suele ser nefasta porque suele conducir directamente al paro, salvo si eres empleado público, porque, en el peor de los casos, aun puedes terminar de enterrador.