TEtl otro día estuve en el Bárbara. El que fuera instituto de chicas, en la calle del Obispo. No es que frecuentara mucho el lugar, pero sí me vienen a la memoria el bullicio de las jovencitas por aquellos pasillos, a la salida de clases o la juerga controlada calle abajo. Una calle por donde vi a un amigo con su brazo por el hombro de la novia y casi me caigo del susto ante tanto desparpajo y atrevimiento. Y tanta buena suerte, que todo hay que decirlo. Dentro del edificio, ahora convertido en oficinas presidenciales y consultivas --¡qué poca alma para tantos recuerdos!--, compartí con algunos compañeros tiempos pasados que fueron mejores no sólo por pasados y vividos sino, especialmente, porque formaban parte de nuestra alegre, inquieta e ingenua juventud. Aquellos tiempos cuando las niñas estudiaban en el Bárbara y los niños íbamos de cabeza al Zurbarán (que no fue mixto hasta que estudié el COU), después de haber estudiado o en General Navarro, como fue mi caso, o en la Neja, así, como suena, que es como conocíamos el actual Arias Montano. Al lado, por cierto, las Josefinas. ¡Qué fiestas aquellas de San José colándonos en el patio para estar con las niñas a las que siempre les sentó muy bien el azulado rojizo del uniforme!

Cerca del Bárbara, el Casino, al que había que entrar con carnet o por la cara, colándose, y vivir a tope las tardes de viernes, sábados y domingos de discoteca. Ambiente juvenil, música selecta y las lentas a partir de las ocho y media. Aquellos bailes, tan inocentes, tenían su picardía en el arrimarse, si nos dejaban, o, en un acto supremo de osadía cósmica, en hacer descansar la cabeza sobre el hombro de la chica. Los primeros escarceos, los primeros desencuentros y las primeras frustraciones. También, los primeros besos. El baile, lo de menos y, ligar, el único horizonte. El problema es que las niñas a esa edad sólo tenían ojos para los guapos y los que basábamos nuestro arte de la seducción en una buena conversación teníamos que hacer malabares para no quedarnos a dos velas.

Y el Santo Angel, una institución más de Badajoz. Pasando junto a su patio a la hora del recreo pensé que esa es la mejor edad: comer, estudiar, dormir, disfrutar, reír, reír y reír y dejar que los problemas --la hipoteca, la salud, la crisis, la soledad, el miedo o la desilusión-- sean cosa de los demás, o sea, de los mayores.

La única verdad de quienes, por fortuna, vamos cumpliendo años es que consumimos toneladas de melancolía.