Al llegar nos recibe gordita, que en realidad no se llama así. Ha pasado por todos los nombres según sea quien la llama, aunque por todos responde. Es un perro sin pretensiones, de los que te quieren sin molestar, te trae una hoja cada vez, una rama, incluso una piedra, da igual que la hayas saludado hace cinco minutos, volverá a mirarte con ojos de esos perros suplicantes de los dibujos animados y te regalará otra cosa.

Ahora le balancean unas mamas más grandes que ella y ocho cachorritos que la persiguen como si fuera el flautista de Hamelin. Y que ella atiende con aire resignado, con un «esto de la maternidad es agotador» y yo le digo, «sí, pero, compensa», y la veo lamerles la cabeza uno a uno, mirarme, y parecer que sonríe . Ella es hija de Laica, una pastora alemán buena para nosotros, fiera para los demás. Las dos durmieron en mi puerta durante el tiempo en que yo viví sola. Si me levantaba a beber, antes de cruzar la cocina, sus colas batían la puerta, y ese «estamos aquí» era el mejor tranquilizante para volver a dormir. Durante el día vivían al lado. Cumplían con su trabajo de guardianas cuando pasaba alguien cerca, acompañaban a tender la ropa, saludaban a mi padre cuando traía la compra, echaban la siesta a la par. Después del telediario, presienten el silencio de dentro y roncan, tranquilas, hasta oír que la cafetera o los papajotes se fríen, y la tarde se perfuma de merienda, de azúcar y canela y mi madre sale y les da un trocito, y les habla , y se hablan y se cuentan, o se barruntan, cómo les va la vida. La historia de mi familia se cuenta por periodos, o por perros, de cuando vivía León, de cuando teníamos a Lola, de Abril, de «te acuerdas de aquel que saltaba las tapias» ..., con los que crecimos nosotros. De Le Blanc, de Lana, con los que crecieron mis niños . Ahora mi hija tiene a Drogo. O él la tiene a ella, o, mejor dicho, se tienen. Reconforta saberla acompañada, en este invierno tan solo, y saber que los días, juntos, serán menos largos, la vida menos inhóspita y fría. Pienso en los que han soportado el confinamiento sin nadie a su lado, con el miedo a la hora de comer, atragantado, mientras veían las noticias, sin un comentario que las aliviaran, al meterse en la cama, dejándoles los pies y el alma helada, sin un saludo siquiera con el que abrigar la mañana. Pienso en los perros abandonados, los que van contando los días antes de ser sacrificados. En la suerte que nos asiste, que alivia tanto temor y tanto daño, cuando encontramos un ser que nos mira, sin pedir nada, guiándonos en la oscuridad.