TEtstaba enero como corresponde a su tiempo invernal, tirando a triste, aunque este año se le notaba peor cara. Será por lo que ocurre por ahí --dicen que tienen la culpa los mercados--, pero andaba enero en sus inicios contagiando tristeza, convocando en su seno a gente que arrastra cansinamente los pies entre nieblas espesas. A la espalda un bulto lleno de problemas, en el cuerpo harapos de desesperanza, los bolsillos escasos y los vientos bastante poco tranquilizadores. Bastaron dos días para que, a pesar de las brumas persistentes, saliera el sol. Antes, estas cosas las ponían en los partes meteorológicos y las explicaban los hombres del tiempo, mas ahora son más complejas porque dependen de los mercados y de la gente que entiende --o maneja-- a los mercados, que no somos ni usted ni yo ni el hombre del tiempo quien bastante tiene con mantener el empleo. Son unos tipos distintos, dedicados en su mayoría a hacer cambalaches, algo así como intercambios de cromos en el recreo, que ellos llaman muy formalmente acuerdos. Cuando los hacen, suceden cosas como conseguir mucho dinero prestado a cambio de prometer el oro y el moro u olvidarse de la huelga general y ceder unos añitos de vida laboral en contrapartida a endurecer el despido. Entonces también se hacen muchas fotos y sonríen como quien piensa que más vale un mal acuerdo que una buena huelga y pretenden que los demás sonriamos con ellos, tiremos al Guadiana los fardos de desesperanza y hagamos como si de verdad hubieran desaparecido las nieblas a su orilla. Mientras, usted y yo seguimos en enero, el IPC subiendo y el sueldo --si lo tienes-- menguando. Los aires festivos no parecen contagiar demasiado al resto de la gente y el mismo sol se esconde como si tuviera vergüenza de iluminar determinados escenarios. Es lógico. Hace tiempo que la euforia, como casi todo, pertenece a los mercados. Su símbolo ha dejado de ser una sonrisa para transformarse en una línea quebrada y ascendente de la sección de bolsa.