Amediados de los años ochenta surgió allá por tierras navarras un grupo musical dentro de lo que se llamaba entonces el rock radical vasco. Tijuana in blue, que así se llamaba, no era precisamente una de esas bandas molonas y apropiadas para llevar a los niños a sus conciertos. Sus ideas, sus puestas en escena, sus excesos y sus letras eran un compendio de mal gusto, radicalidad y excesos. Todo muy poco edificante. Una de sus letras, titulada Mierdas de perro, dice: Tiradas en la acera / o yendo en camioneta / y siempre por el Txino / pa hacerte la puñeta. / Tiradas en el bordillo / bordeando a los tirados / rompiendo telarañas / para jodernos un rato. /Mierdas de perro inundan la ciudad /y unas tú las pisas y otras te quieren pisar. Forman parte del mobiliario urbano, de una tradición secular con la que convivimos, de un paisaje apocalíptico que interpretamos como inocente pero que evidencia la descuidada y permanente decadencia de la civilización occidental. La mierda de perro es el símbolo de una sociedad deshumanizada, la representación barata de una mala obra que debió comenzar sus ensayos en la escuela y dio por licenciados a analfabetos que creen que la convivencia con perros es la imposición a los demás de sus malas prácticas y de sus peores conductas. La otra mañana, a eso de las ocho, en la calle Cristóbal Oudrid, en el tramo peatonal, casi caigo en la trampa de una mierda descomunal, desproporcionada, ubérrima, compacta, aún caliente, aún licuada, pero ya en condiciones de ser considerada monumento a la degradación del ser humano, huella inalterable de un perro aliviado y su dueño que no se sabe guarro.

Allí estaba la gran mierda, la mierda de todas las mierdas, una mierda que parecía el canuto contenedor que guarda enrollado para su transporte un mapa o una litografía, una mierda como una frontera, como la barrera al paso de un tren, una mierda llena de sorpresas, de tropezones, de distintos colores, de indecentes olores. Una mierda que parecía, por su tamaño, de un ejército de hombres, de caballos enfadados, de leones con retortijones. Y me pregunté, no por el tamaño del perro o su ferocidad, o su alimentación, o su problema intestinal, no, me pregunté por su dueño, por su amigo, por quien él todo lo entrega, que dejó allí, impertérrita, aquella espléndida mierda.