THta pasado suficiente tiempo como para que podamos reconocer lo importante que fue el poeta Manuel Pacheco en aquel Badajoz lejano de principio de los setenta.

Cuánto hemos tardado en reconocer su bondad, su generosidad a la hora de rodearse de gente que estábamos, humana y artísticamente, a una insalvable distancia de lo que él representaba entonces. Y mucho más ahora que el tiempo nos bajó las ínfulas y los humos de la altivez más indecorosa.

Parece que le estoy oyendo, subido en cualquier"púlpito", "predicando" con aquella voz firme pero rota, entrecortada, rabiosa. Con su jersey a lo Marcelino Camacho y su chaqueta gastada.

Manuel Pacheco, enardecido, diciendo verdades como puños, en tiempos nada fáciles. Siempre con aquella sincera compasión por los débiles y aquel desprecio airado y orgulloso por todo lo que representaba el poder y la opresión.

Su vida fue como la del pobre barrendero de su poema que iba recogiendo los lentos cagajones de los caballos, elevando siempre la dignidad de su figura por encima del palio y del humo de los cirios procesionales.

Nosotros, los jóvenes atrevidos de aquel Badajoz mezquino y provinciano, de aquel Badajoz mortecino y cobarde, le mirábamos con veneración pero un poco por encima del hombro, embriagados de estúpida autosuficiencia. Pobres niños de papá jugando al malditismo con un puñado de versos absolutamente prescindibles que hoy sonrojarían a cualquiera...

Su poesía social se nos antojaba superada, caduca, incluso tediosa. Qué imperdonable error. Sobre todo ahora, cuando leemos con perspectiva sus versos más secretos, los menos aplaudidos por aquel ridículo fervor que coronó su obra en los años previos a la Transición... Ahora que nos damos cuenta de que, bajo aquella pátina de poeta social y hombre comprometido - sobrados motivos tenía para serlo - , bajo aquellos libros incendiarios que publicó la editorial ZYX, bajo aquellas más que disculpables concesiones al fácil aplauso de los recitales, se escondía siempre la Poesía de un grandísimo escritor al que no era, ni lo es hoy, preciso etiquetar.

Era Pacheco una de esas pocas personas que había conservado la pureza de los niños, la inocencia de la palabra exacta que cambiaría el mundo. Qué fe la de aquel hombre. Qué absurdo su quijotesco afán: luchar contra esos molinos que la dictadura hacía girar incansables, manotear contra la grisalla que impregnaba la vida de todos. Molinos de La Mancha con piedras para comulgar y callar. Y él, rodeado de muchachos leyendo poemas, recorriendo los barrios y los pueblos dejados de la mano de Dios. Curando el cáncer con libélulas y violines azules. Pobre Pacheco, poeta bondadoso y desaliñado...

Nosotros, los jóvenes poetas inmaduros, llenos de absurda soberbia, queríamos ir más allá de Pacheco. Llenar la ausencia de sus manos. Despertar de las noches del buzo. Izar el emblema de otro sueño. Hacer, en suma, una poesía más osada, más atrevida y cercana al mundo novísimo que ya intuíamos, que ya vivíamos en la "clandestinidad" de nuestra isla de libertad, en nuestra añorada y egoísta buhardilla de la calle Vasco Núñez.

Al final estamos donde estábamos. La vida se portó mejor con nosotros. Castigó, sin usura, nuestra arrogancia, vanidad y pedantería de poetas mediocres. Pero al cabo, me temo, nos ha derrotado, y el más allá soñado es sólo hoy el literal Más Allá. Aquel en donde dormirá, como angelito oscuro, nuestro querido y admirado Pacheco, quizá esperando nuestro advenimiento (por supuesto, forzoso) para volver a leernos los viejos poemas de las muchachas encendidas que, en los veranos, se tendían al sol junto al Guadiana.

Fidel Perera Cendal