Del franquismo sociológico hemos heredado, entre otras cosas, la moqueta y el motorista. Si bien la moqueta -del ministerio, de las cortes, de los palacios o los saraos del régimen- era la aspiración de la élites, turiferarios y arribistas de todo pelaje, el motorista era su contrario, ya que su presencia suponía el cese y el olvido. La posmodernidad ha transformado al motorista en wasap o tuit y ya no da tanto miedo porque el afectado, aunque apartado, se va con puertas giratorias y sueldo vitalicio. Debe ser esta una de las características de este mundo que ahora se encuentra en un limbo existencial que el filósofo Ángel Gutiérrez ha descrito en su último libro como un declive de la razón, un emerger de ideologías sin ideología y una nueva consideración de la vida, la historia, la sociedad y la política, algo que resume en un descarado y omnipresente relativismo. Cambiamos pensamientos por posturas, hacemos que lo subjetivo se imponga, la ética se desfonde, reluzca la religiosidad del ego, cuestionemos la historia y practiquemos una exacerbada apología de la ciencia, la técnica o el lenguaje. Va a resultar que los grandes gurús del posmodernismo aventuraron esta sociedad devastada y decadente, esta democracia relativa, esta narcotizada sociedad ecléctica e idiotizada. Lyotard dijo que el posmodernismo es «acostumbrarse a pensar sin moldes ni criterios». Vattimo señalaba que el pensamiento débil, la auténtica anarquía, es el del relativismo y la multiculturalidad, el de la deconstrucción de Derrida, que decía que hay que apostar por la libre interpretación frente a los corsés de la lógica. Claro que hace poco dijo que «espero morir antes de que reviente todo». Baudrillard indica que «vivimos de la seducción, pero morimos de la fascinación» y «hemos caído en el pánico inmoral de la indiferenciación, de la confusión de todos los criterios». Lipovetski, con su lucidez de siempre: «Un nuevo espíritu de pesadez se ha adueñado de la época». Y sí, todo este relativismo y ausencia de razón nos ha devuelto a la moqueta, más refinada tal vez, pero adictiva, suculenta, penetrante, que anula los sentidos, las ideas, lo que haga falta, con tal de seguir instalado en ella. Efectivamente, entramos en la era de la moqueta, donde no hacen falta currículos o trayectorias sino herramientas para medrar y capacidad de resistir.

(*) Periodista