De muerte natural. Ese fue el diagnóstico que nos debía convencer de que lo ocurrido en San Roque dejaba de ser un suceso y pasaba al transcurrir normal y diario de la ciudad. Al fin y al cabo, era natural que algo así sucediese.

Un vagabundo, un mendigo, un transeúnte, un indigente, un caminante, un sin nombre, en definitiva, fue encontrado muerto en plena calle. De día su cadáver era desconocido para quienes quizá de noche sólo vieron su sombra. Su cuerpo, helado, se quedó de rodillas, mirando al suelo, como si suplicase, cuando lo que seguramente era la postura del dolor que le quitaba la vida. Y así murió. Natural. Sólo. Tenía apenas 44 años. Para morir siempre es temprano. Y dicen que fue de muerte natural, con 44 años. Sufriría un infarto, o un derrame cerebral, con 44 años.

Llevaba puestas unas buenas botas de montaña que el plástico dejaba a la vista y unos pantalones en apariencia en buen estado, al igual que su mochila, repleta. No parecía un vagabundo al uso, pero pretendía pasar la noche entre cartones, como todos los vagabundos, en la calle, una calle donde nadie lo había visto antes. Se fue tan anónimamente como había llegado, lejos de la localidad portuguesa de la que, según su documentación, procedía. Natural que nadie lo recuerde en su última parada.