Empiezan las nieblas y la ciudad se llena de río. Y de mañanas blandas, blancas, hasta que las abren en dos, el sol y la tarde de paseo. Sale a nuestro encuentro un ruido de molinillos, de tazas sobre la barra, de calorcito de café rebosante de consuelo. En los domingos, además de un ligero desangelo, de la humedad triste que adelanta el comienzo de la semana, se nos cuela bajo la ropa un rumor de merienda, de castañas asadas, de películas arropaditas en el sofá. En las conversaciones ya no hay espacio para el verano, que empieza a ser sustituido por la Navidad. Uno se relame de gusto con una nueva receta recortada del periódico, que perfumará la cocina de refugio. Se escapa un filito de emoción al ver en el calendario la fecha en que los niños regresarán, llenando la casa de ropa para lavar y de amor, como el anuncio del turrón.

Buscamos abrigo bajo la cúpula de luz de los flexos y de las pastas de piel de libros antiguos, porque los clásicos se entienden bien con estas largas horas, que nos abren el espíritu y nos cierran las pestañas. El último vinilo rescatado de un mercadillo renquea haciendo saltar la aguja de recuerdo en recuerdo, rayando el atardecer. De repente un verso, una cita, aparece entrelazado con un pensamiento y lo buscamos en el estante con la ansiedad con que se encuentra a un amigo tras un tiempo de ausencia. Y justo al lado extiende los brazos un libro cuajadito de infancia: Mujercitas.

Cada año lo bajo de la biblioteca, lo acomodo junto al sillón y pasa allí los días hasta después de reyes. Releo a ratos, juego a encontrar párrafos, diálogos que desgrana mi memoria y que me sitúan con él en las manos, ocho años y a mi madre lidiando con los tirones y los remolinos para hacerme la coleta antes de ir al colegio. O en las tardes de siesta obligada, en las que en lugar de jugar con muñecas, yo me escondía junto a Jo March soñando con ser escritora.

Ella sigue en mí. Y en millones de chicas que crecimos de su mano. Entre sus líneas y entre las mías, reencuentro el deseo de ayudar a los demás, el temor a la pérdida, el entusiasmo por la vida y la necesidad de tomarla a bocados, porque los sorbitos disfrazados de tragos siempre nos dejan secas, la sed de aire, de reir, de aprender, de leer, de escribir, de viajar, de conocer y a la vez de encerrarnos en su buhardilla, de ser amigas de los chicos que siempre querían ser nuestros novios, la rebeldía, la prisa y a la vez la pena de dejar de ser mujercitas. Nada parece haber cambiado. Sigue lloviendo en esta tarde de domingo. Me envuelvo en mi rebeca vieja, abro el libro y sonrío.