Los argumentos nacionalistas que justifican, o pretenden, la existencia de una España eterna, y cristiana, están siempre prendidos con alfileres. O, si se quiere, muy mal hilvanados. Los cambios de población fueron aquí, hasta donde sabemos, más que frecuentes y, por solo remontarnos a la conquista árabe del 711, la mayor parte de la población indígena, que era, a su vez, dominante, se convirtió al islam. Y los primeros en hacerlo fueron sus dirigentes. Si hay algo en la historia, mucho menos clara de lo que parece, del famoso Abd al-Rahman al-Yilliqui es justamente su carácter sintomático. Esa amalgama de árabes -los menos-, de norteafricanos -de reciente conversión- y de indígenas -la generalidad- formó el panorama característico de la sociedad andalusí. Según avanzaba ese proceso histórico políticamente llamado “Reconquista” se iba desarrollando un complejo desarrollo de repoblaciones con extranjeros. Al principio francos y luego norteños, de la propia península Ibérica. De conversiones, forzadas o no, al cristianismo de disciplina romana y de deportaciones. Zonas enteras de los principados del norte se repoblaron con gentes del sur llevadas de regiones recién anexionadas -p. e.: partes de la actual provincia de Zamora con gentes del reino de Batalyaws-.

O sea, al final de la Edad Media se había consumado una redistribución demográfica completa. Quedaron algunos grupos inasimilables: los judíos, los mudéjares y los gitanos. Estos últimos, de reciente y pacífica llegada. Y las monarquía hispanas, tendentes a la reunificación, los extirparon poco a poco. Los gitanos se salvaron, pese a su situación marginal, porque se convirtieron al cristianismo, lo que no ocurrió, con ciertas excepciones, con los otros. No se hable de homogeneidad. No se argumente como si siempre una mayoría cristiana hubiera sido subyugada por una minoría islámica. La población hispana cambió siguiendo ciclos aún poco conocidos. Pero la heredera de la romanidad, la que poblaba la Hispania dominada por los godos, abrazó el islam, con sus élites a la cabeza. Se trataba de conservar privilegios y de intentar mantener una cierta igualdad, dicho sea con todas las reserva. De unidad de destino, nada.