Lunes muy temprano. No había que dejar nada al azar, ser precavidos imaginando una larga espera para entrar, por motivos de seguridad. Mayo, y sin embargo el aire era muy frío. Nada abrigaba suficiente pese a subir las solapas de mi blazer azul marino. Un café largo casi intragable, valió, al menos, para calentar las manos. Y majestuoso, por el significado, y por su arquitectura, rotundo, surge el edificio de las Naciones Unidas. Aunque está en la ciudad, se considera territorio internacional y sus fronteras son la primera avenida al oeste, la cuadragésima segunda calle al sur, la cuadragésima octava al norte y el East River neoyorquino al este. Una línea fronteriza nos separa de su interior, marcada con las 193 astas con todas las banderas de los estados miembros y la propia de la ONU. Pasan a tu lado imponentes militares a los que la boina azul endulza la fuerza que transmite su uniforme y las innumerables medallas que lucen en el pecho. Bellísimas mujeres con su trajes coloridos, restallantes, y un anciano ataviado con plumas, del Foro para las Cuestiones Indígenas, pasan el control ente hombres trajeados de oscuro. La estatua del arma con el cañón anudado asiste impasible a un desfile que en otro ámbito parecería absurdo. Dentro.

El ruido ha quedado atrás. Hasta la moqueta parece dar solemnidad a los pasos que se silencian, empequeñeciéndonos, como cuando entramos en una catedral, magnífica, percibida como sagrada incluso por el más visceral de los agnósticos. Ocupas tu asiento, te colocas en el oído el auricular que te permita seguir la traducción de los discursos y la película comienza: Refugiados, infancia, guerras, mujeres, palabras que se encadenan como los párrafos de una única historia. Van desgranándose, cayendo de bocas que hablan distintos idiomas y que, sin embargo, en aquella sala, parecen entenderse. Pensé en Eleanor Roosevelt, en su afán por conciliar, llevando tazas de té a los representantes de gobiernos dispares, enfrentados, porque ella creía en que si vivimos juntos, tenemos que entendernos. Creía que la vida es alargar la mano con impaciencia, hablar, escuchar, no conformarse, aprender, darse - Y yo desde mi asiento, en aquel momento, supe que tenía razón.