Una mella en el horizonte. Es su reflejo en la ventana, visto desde dentro. La casa está tibia. Y les guarda. Cambian las luces sobre el océano, tintándolo, creándolo de nuevo. Parece habérsele olvidado las semanas de sol. Las mañanas inmaculadas de Murillo, de brillos que chisporroteaban sin olas, llenas de falsas sardinas y alegría verdadera. Still es el nombre que aquí le dan a este color gris. Tan certero. Que apenas pronunciado se visualiza agudo, frío, fuerte. Al pensarlo, la sílaba escapa para convertirse en aire que silba entre los dientes. Como el metal se desenvaina, rasga la hoja del calendario, se desgaja del verano. El viento. Rachea. Vuelca. Ulula a la tarde como un perro en celo. Llamándola, reclamándola para sí. Estalla las rocas, rompiéndolas en espuma. Se concentra en círculos. Diseminándose, finísimo, hasta fundirse en crepúsculo de bruma. Fuera, azota las mejillas, las pantorrillas indefensas, crédulas, engañadas por el falso nombre de una estación que ya no es. Sopla, sopla en las orejas, gritando un secreto que nadie entiende. Solo ellos dos. El mar está lleno, rebosa de marea alta hasta sobrepasar la orilla y la espera. Que ya pasó. Como el tiempo perdido y la búsqueda. De nada que no tengan. Sólo transcurren las horas, quietas. Intactas, sabiéndose una obra perfecta. Lentamente se posa el silencio, amable, cómodo como una bata de franela. Roto tan solo por las páginas vueltas. Ronroneándose, cambian de postura. Un sorbo de café. Caliente. Reconforta verlo al fondo de la habitación. Él, satisfecho de tenerla cerca, sonríe. Llueve más fuerte. Apenas se ve, salvo el haz del faro que abanica la orilla de enfrente. Se levanta y pone música para espantar el frío. Chet Baker bajito, canta. Suave. Se acerca por atrás, abrazando su espalda. Un beso musitado en el cuello. Se vuelve. Se miran. La casa se enciende.