TNto tenemos los españoles muchos motivos para sentirnos orgullosos, en la medida en que somos herederos de quienes nos precedieron, de la llamada Guerra de las Naranjas o agresión injustificable contra nuestros vecinos. Fuimos de la mano de otro invasor, el ejército napoleónico, y, vilmente, pretendimos repartirnos Portugal. Y todo para intentar cumplir las ambiciones de ese badajocense ilustre al que se le ha dedicado un ninot en la plaza de San Atón. Resultado de aquella acción miserable fue la conquista de Olivenza. A estas alturas no parece razonable intentar dar marcha atrás. Ni en esto, ni en Ceuta y Melilla, ni, si me apuran, en Gibraltar. Pero deberíamos, como poco, entender que a los ciudadanos de los países limítrofes les escuezan determinadas cosas, como a nosotros nos pican otras.

Ahora el alcalde de Olivenza parece --digo parece-- querer revivir la azaña con una obra teatral que la conmemora. No niego la buena voluntad, ni se me oculta la necesidad de cierto literato de buscar tajo. Nada me parece mal. Lo único es que comprendo la irritación de algunos portugueses.

Durante años la corporación oliventina ha usado un tacto, que no desdice de sus orígenes lusitanos, para intentar limar asperezas y crear vínculos, soslayando reivindicaciones de Estado. Con mucho cariño se han tendido puentes --literalmente, con el de Ajuda-- y no es cosa de tirar todo ese trabajo por la borda convirtiendo un error, subsanable, en una cuestión política. En el peor sentido del término.

Hagan fiestas, conmemoren su historia, atraigan turistas y den faena a los teatreros, a la vez que entretienen al respetable. Pero no enreden con los sentimientos. Dejen que las heridas se cierren. Somos vecinos, estamos en la Comunidad Europea, mantenemos, casi por primera vez en la Historia, unas relaciones muy cordiales y estamos olvidando la desconfianza, allí, y la soberbia, aquí. Déjenlo ahí. No es un problema de partidos. Es una cuestión de sensibilidades. Bastante vergüenza producen algunas páginas de la historia común. También a los descendientes de los antaño triunfadores. O, al menos, a algunos.