Periodista

Tengo un amigo, militar de profesión, que ha estado dos veces en Bosnia, en misión de paz. Había vuelto a casa y a los pocos meses, ha tenido que marcharse a Irak, a otra misión que no estoy tan segura de que sea de paz. Cuando realizó su segundo viaje acababa de nacer su segundo hijo y, ahora, acaba de aprender a caminar. Creo que todavía no ha pasado unas navidades con su padre. Estas tampoco.

Entre los soldados de la base de Bótoa que están viajando hacia el golfo Pérsico algunos han dejado a sus esposas embarazadas y si todo transcurre según los plazos normales, darán a luz cuando sus maridos aún estén lejos. Todos ellos van a pasar las navidades fuera de casa, en un país desconocido que atraviesa una situación desconocida. No hay peor miedo que el temor a lo que no se conoce. Ese es el miedo que sienten los familiares que se quedan aquí, pensando las 24 horas del día en lo que allí estará sucediendo y qué situaciones estarán viviendo sus hijos, maridos, mujeres o hermanos.

Tengo otra amiga cuyo marido acaba de marcharse. Antes, hace meses, cuando todavía no sabía con certeza cuándo se iría, le preocupaba que tal vez no podría estar de vuelta en mayo, para asistir a la primera comunión de su hijo menor. El día en que se marchaba, ésa era su última preocupación, al fin y al cabo esta fiesta se puede retrasar. Lo verdaderamente urgente es que los días pasen deprisa, que él regrese tan sano como se fue, y que esta experiencia sirva, sólamente, para guardarla en el baúl de las historias vividas, para rescatarlas de vez en cuando, en las reuniones familiares de futuras navidades.