TNto hace falta que un ejército de comprometidos líderes de la revolución despedacen la Nochebuena y sus alrededores. No necesitamos iluminados predicadores de ultratumba pregonando el desconcierto y la aniquilación por asfixia del espíritu navideño. No ansiamos el aire fresco y libertador de locuaces mesías diseñando para nosotros el camino que hemos de seguir en busca del unicornio. Solitos, ya somos capaces de destruir cuanto crean los demás y, peor aún, cuando acertamos a crear nosotros mismos. La religión del laicismo no es más que un señuelo. Un argumento gaseoso. Una trampa litúrgica. Un empecinamiento alucinógeno.

Nochebuena y lo que representa es el oscuro objeto del deseo de quienes hacen, seleccionan, interpretan, manipulan, cuecen y enriquecen las noticias de cada día. Es la excusa de una sociedad enferma y obsesionada por contagiarlo todo. Todas las palabras, todas las acciones, todos los esfuerzos tienen un único propósito: destruir. Destruir el mensaje, el recuerdo y la esperanza. Si compramos, somos consumistas; si regalamos, hipócritas; si creemos en los Reyes Magos, ilusos; si nos juntamos con la familia, osados; si recordamos a los que no están, enfermos; si llamamos o escribimos a los que están lejos, equivocados; si comemos, engordamos; si bebemos, caemos; si disfrutamos, nos engañamos y, si creemos, apañados estamos.

El caso es que todo el mundo está en contra. En contra de un mensaje universal de paz, de amor y de felicidad. Un mensaje sobre el que se ha construido lo mejor que han tenido las sociedades modernas. Y las mejores personas de todos los tiempos. En la Nochebuena nace el Cristianismo como doctrina y eso no es una religión. Nace el fundamento sobre el que se edificaron las naciones libres y democráticas, la defensa de los derechos humanos y la solidaridad como estilo de vida.

Uno puede creer o no creer y no pasa nada. Pero pretender interpretar la historia y el pensamiento desde posiciones que se sustentan en el frágil y limitado criterio personal sólo trae como consecuencia un laicismo retrógrado, intolerante y cateto que se reduce a sustituir abetos por belenes, papanoeles por reyes y música étnica por villancicos. Ah¡, y a amargarnos la existencia a los demás.