Cuando la aguja de Notre-Dame cayó, ella andaba escribiendo en el jardín. Aun quedaba un poco del día. Sonaba Piazzolla y su ritmo le pareció demasiado poco francés, demasiado alegre para la ocasion. Piaf sería demasiado obvio. Redundante. Y el Réquiem, la Lacrimosa demasiado teatral.

Optó por el silencio y por empezar otra página. El fuego no tiene fuerza suficiente para borrar el recuerdo que acude como una mariposa a la luz. Sofocada. A otra luz porque la de esa ciudad se escribe con mayúscula, en un «singular» mayestático. Los fotogramas de la devastación los percibe en blanco y negro. Como los partes de guerra, como el humo entre el plomo y la historia fundida. La imagen doblegada, la torre humillada engrandece su memoria . Idealiza la belleza, tan aguda. Como el dolor, que de medio punto escapa, gótico, como un silbido alto, colectivo, que quisiera auparla y erguirla de nuevo. Militares vigilaban a su alrededor, con fusiles defienden los símbolos. Mientras recién casados se fotografían delante. Embelesados. El velo confundido con el aleteo repentino de las palomas. Una pareja mayor la admira desde un banco, entrelazados, con cara de te acuerdas. Atrás, en el jardín, una mujer se pone de puntillas para leer, en la piedra, un corazón y un forever. Sin pensar, a él se le escapa un beso en el cuello. Se vuelven. Prendidos ya. Y el je táime también vuela, fugaz, hasta sus labios. Un haz de emoción se escapa de las vidrieras y se refleja, Amor, en tus ojos. Cae la tarde y Notre Dame se puebla de besos dorados. De manos cogidas. De amantes. La niebla que sube del Sena les protege. Ante la Virgen se hacen promesas. Y dos se convierten en nosotros. El principio de mucho. Que se salva, incólume de la hoguera. Su magia será cemento, techumbre, viga y contrafuerte. De nuevo, hermosa, sous le ciel de Paris.