Noviembre es un mes de difuntos y luto, de tristeza y melancolía, de sentir como cuchilladas en el alma que el tiempo se cae como las hojas de otoño, que los recuerdos regresan anunciando la cuenta atrás, que ya no es posible el regreso, que todo se desmorona en una terrible secuencia de oscura soledad. «A lo mejor todo lo que nos ocurre en la vida no es más que una larga preparación para abandonarla», señala Max Morden, el protagonista de El mar, una de las más profundas novelas del escritor irlandés John Banville. Una novela que mira de frente a los ojos de la muerte. Morden se ha retirado a un pueblo de la costa donde fue feliz en su infancia, junto a sus padres, como tantos, cuando el mundo está en nuestras manos. Allí acude tras perder a su mujer después de una larga enfermedad. Recluido, mirándose a sí mismo, en palabras de Vila-Matas, sabiéndose que «el estado más lúcido del hombre es no tener nada y sentirse extranjero siempre», siente que «el sol es para mí el grueso ojo del mundo que me mira con sumo deleite mientras yo me retuerzo en mi tristeza». Morden sabe que ha empezado otra vida para él. «Otra cosa», dirá (ni siquiera se atreve a llamarla vida), «que era el delicado asunto de haberla sobrevivido». Jamás podremos acostumbrarnos a sobrevivir a nuestros muertos porque es demasiado profundo el vacío que dejan. Una herida que ellos no provocaron y que nunca cicatriza. Mi noviembre es terroríficamente triste. Mi madre murió un cinco de noviembre hoy hace diez años. Al día siguiente, era el cumpleaños de mi padre, que nos dejó en la madrugada de enero pasado. Y en noviembre, hace ahora dos años, mi hermana acudió al hospital con unas molestias en el pecho, pensando que era estrés o una subida de tensión y resultó ser un cáncer de pulmón que se la llevó por delante en la madrugada del reciente treinta de junio. Habrá gente que tenga a Noviembre por un mes lúcido, mutado en primavera, pleno de amores y sonrisas. Pero, aquí, en la playa imaginaria de la desolación donde cada día solo miro al infinito que se pierde en la nada, me siento un trasunto de Max, el plácido oleaje se convierte a diario en tormenta y el ruido del mar no oculta las lágrimas cuando descubro, como Max, «qué pequeño recipiente de tristeza somos, navegando en este apartado silencio a través de la oscuridad del otoño».