En Sonoma, California, existe una Place des Pyrennés. Y en uno de sus lados una boulangerie. En el centro, dan sombra, altos castaños de indias. Como en las plazas de Francia. La placa con su nombre es de metal, de color tan azul como el mar bravío y verde como aquellos verdes prados. Le basque café huele a croissant. Las conversaciones en la cola del pan suben y bajan, esponjándose, como un instante. A punto de mojarse en el té. Cada magdalena les lleva al París que soñaron, el que recorrieron en los libros y del que se enamoraron en las películas, el que bailaron bajo la lluvia, al que fueron de novios y al que prometieron volver. Crujen los estómagos como la corteza de una baguette. Son las 11.30 y las croques monsieur se acompañan con café au lait. De sus dueños ya solo quedan la fotos y los comienzos, en blanco y negro. En uno de los taxis que recoge viajeros en JFK, Nueva York, se escucha merengue. Se ofrece los periódicos y una detallada puesta al día de la política nacional, de los resultados del béisbol e indicaciones sobre los mejores restaurantes de la ciudad. Se interesa por su destino, desea buena estancia y sabe cuándo guardar silencio si la mirada del ocupante se pierde en ninguna parte. Pero sus ojos te buscan en el espejo retrovisor si reconoce su idioma. Y se vuelve. Contento. Salen los largos fríos y las nieblas húmedas y la nieve tan espesa como su desazón primera al llegar a este país. Las dudas y los miedos agarrados a la garganta en una tos permanente. La voz quebrada por el recuerdo de «su vieja» que se quedó allá, como el calor de su cuerpo. Y el sabor. Sube la música y es ahora él quien calla. Perdido en las calles de Santo Domingo. Los sábados los granjeros de los alrededores se concentran en Bath, estado de Maine. El mercado es pequeño. Y cada uno extiende sus buenos modales y las blueberries que recogieron esa misma mañana en el bosque. Jarabe de arce, lana para tejer, hermosas calabazas para haloween y para hacer pasteles con jemgibre, pescado ahumado y langostas. Abrigados y a media voz, los vecinos se preguntan por la última tempestad. Un perro con cataratas mueve su hocico al ritmo del violín y el banjo. Las hojas de los arces foguean su belleza de otoño. Solo en el último puesto se vende okra, que vino de África, como él. Su sonrisa se entrecruza con los saludos, con su acento aromático, con las caras de sus clientes, ya memorizadas, enredándose en la rutina como las ramas de los árboles, creando las «Nuevas raíces» que estampa su mandil y las tarjetas que te tiende con un good day. Suena Woody Guthrie con su ‘This Land Is Yor Land’. Se templa la mañana.