Pascua florida. Y verdaderamente la dehesa se mostraba deslumbrante en la foto movida desde el coche, donde las manchas amarillas de la retama, violetas del cantueso y rojas de las amapolas nos guiaban de nuevo a casa. La primera cara conocida, nada más llegar, fue la de Antonia, serena, que con esa sonrisa a medias de los del norte comentó la columna del miércoles pasado, la de las mujeres en la cárcel (siempre olvidadas) y, sin esperarlo, con naturalidad, nos invitó a conocer su casa. Así, el mediodía del domingo me encontré alrededor de una mesa camilla con cinco mujeres, de Despeñaperros para arriba. Comparten piso, rezos y mucha faena desde las seis de la mañana cada día, enfrentándose y acarreando, sin mojigatería, con conocimiento, el dolor ajeno como una carga casi placentera, empapándolo de entrega, rezumando dulzura, como las torrijas lo hacen de miel cada semana santa. Contaron, respondiendo con paciencia a mis preguntas, que la orden hospitalaria San Juan de Dios, que desde 1537 se dedicaba principalmente al cuidado de los enfermos psíquicos por parte de monjes farmacéuticos, médicos o enfermeros, despareció en España a causa de la desamortización de Mendizábal, y cómo el encargado de su restauración, evidenció que nadie se ocupaba de las mujeres; abandonadas, ocultas, abocadas a vagar por las calles, a ser explotadas y a ejercer la prostitución. Dos amigas, generosas, tenaces, fuertes, como las que me lo explican, viviéndolo como si fuera hoy, convencieron y consiguieron que se creara una nueva congregación, la de Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús y, cruzando, lo que en aquel tiempo eran más que férreas fronteras, sacaron a la luz a las enfermas y les dieron cobijo, paliando con su cuidado, como una cataplasma caliente, el dolor escondido en sus mentes.

Mujeres olvidadas cuidan a mujeres olvidadas, que, como Virginia Wolf, atormentada por su locura, confesaba en su carta de suicidio, no poseen nada excepto la certeza de la bondad.