Hace ya muchos años, en esos días fríos y húmedos de Londres, me sorprendió que en Saint Martin in the Fields, en la esquina de Trafalgar Square, se llamara a la gente sin hogar para darles refugio y a todos para proteger la naturaleza como si fuera nuestro propio cuerpo y su salud, como si fuera la nuestra. La iglesia abierta. Dentro la Luz. Tan blanca que sorprende porque asociamos la oscuridad al recogimiento y éste como necesario para parar y meditar y verse. Lo muestra. Un planeta herido. Se nos echa en cara. Sacándonos los colores. Enseñando las vergüenzas de este sistema tan desgastado como la propia palabra. El clima aparece como el hijo de una pareja mal avenida, cada uno tira de un brazo, sordos a su llanto, tan obsesionados con sus egos que no lo ven, que no advierten el daño, irreparable. Despedazado. El clima a veces como baza política, utilizado como slogan, como imagen. Para defenderlo de forma tibia, incluso simulada. O para negar su cambio y su necesidad extrema de protección. Durante años asistimos a la mofa de quienes advertían la irremontable deriva a la que nos dirigíamos, su definición de alarmistas, de ecologistas radicales que pretendían detener el progreso. También, durante años, los extremos coexistieron paralizando cualquier avance. Sin que se optara por el acercamiento, el estudio, la búsqueda de soluciones efectivas, compatibles con otro modelo de progreso, distinto, sostenible. Los gobiernos no dieron el paso para la tajante y necesaria detención de conductas nocivas, la implantación de técnicas, materiales y energías alternativas, que modificaran el consumo, la alimentación, el urbanismo, los hábitos... Los ciudadanos no dieron el paso para movilizarse y reclamar esas medidas, ni tomaron sus propias e individuales decisiones, en sus día a día. Y así hemos llegado a esta encrucijada con los brazos amputados, las calles cortadas, con el abismo, cortado a ras, a cada lado, y con el único camino a seguir, estrecho, difícil. Incierto. Porque ni siquera sabemos si aún seguiéndolo con cuidado, diligentemente, podremos, al final, evitar la caída. La cripta de Saint Martin, que es ahora un café, dio cobijo durante los bombardeos en el Blitzrieg. Y también hoy nos guarece del invierno, de nosotros mismos. LLueve fuerte fuera. Un té caliente, un libro en la mano. Una voluntaria ofrece galletas recién horneadas. Una sonrisa. Cuajadita de esperanza.